viernes, agosto 21, 2009

Martínez, mi barrio (fragmento)

…aquel Martínez silvestre y proletario, entrevero de quintas y gringos, carros y potreros, que hoy ya no existe salvo en el recuerdo. El barrio era como un vecindario echado sobre una interminable llanura, poblado de personajes todos dignos de la novela que Borges nunca escribió. Un lugar edificado sin más consultas que la embrollada memoria que trajeron sus habitantes venidos de las geografías más lejanas. Las calles de tierra y desparejas, estaban bordeadas por unas zanjas de aguas servidas donde todos sabíamos que por nada del mundo debíamos tropezar. La de la vuelta de mi casa se tuteaba con la leyenda, pues ahí mismo, en Monteagudo al 1700, se libraban todas y cada una de las batallas del barrio, y era donde con esfuerzo y alegría, las cometas, estrellas y media bombas subían hasta los cielos.

También ahí estaba la cancha oficial de bolitas del hoyo y la troya a una quema, y la única pista aceptada del turismo carretera de los bólidos de plástico rellenos con plomo, sujetados con un largo tornillo y amortiguados a resorte. Nobles autitos de propulsión a mano, miniaturas del viejo Turismo de Carretera que aventurados hacia la soñada victoria corrían por estrechos senderos polvorientos esquivando latas, vidrios y cascotes. Aptos todo terreno, sus ruedas eran las tapitas de goma de los frascos de penicilina que los pibes sabían encontrar en la basura de la vieja fábrica Squibb de la avenida Fleming.

En el ancho tiempo que el colegio dejaba libre, había quienes para "ayudar un poco en casa" trabajaban unas horas como aprendices en las muchas carpinterías, talleres y tornerías que por aquel entonces había en la zona. Pero la cosa era jugar. Jugar. Todas las horas de todos los días. A la pelota en el potrero de la calle San Juan, cazando ranas en alguna de las muchas lagunas, arriesgando las figuritas de gloriosas estampas campeonas en la fatal tapadita, o tratando de acertarle a la bolita puntera enemiga. Jugar, todo el día, no más.

El sol espiaba sin cansarse esas jornadas de zanjas y disfrutes, árboles y potreros, esa peregrinación cotidiana de quinta en quinta y asombro en asombro. Y como si luego a la hora de las penumbras no bastara aquella luna tremenda, la noche se llenaba de lamparitas de a tres por cuadra que los novios rompían con la invariable puntería que el deseo provee. Nadie tenía dudas: Sin vueltas, el barrio era todo. Todo. No había más, ni hacía falta. ¿Para qué? Techado con un cielo igual de celeste como el que había visto Belgrano cuando creó la bandera, Martínez era la tibia acuarela de una hilera de casas bajas bordeadas de todos los verdes, tirando a ocre hacia el fondo, donde los gorriones iban y venían a su antojo, y donde la vida traía a toda hora mariposas entrampadas en esas ráfagas de vientos incultos que raspaban la cara.

Las calles, lentas y fraternas, se dejaban transitar entre sus huellas por los carros lecheros y los de la Panificadora Argentina. Nos colgábamos al paso en el pescante trasero y los vascos rabiaban entre maldiciones y amenazas. Ni hablar de botelleros, mimbreros, soderos, verduleros. También, a veces, pasaban unos promisorios camioncitos repartidores de vino y algunos pocos y orgullosos autos negros y grandotes similares también en sus formas a los coches de carrera de los Gálvez, los Emiliozzi, Marimón y Marcos Ciani.

En un potrero, al costado de la canchita, en una casita armada con chapas y cartones, atada con alambres y cubierta de ramas, fundamos el barrio y determinamos su sede. En su interior, entre cigarrillos apurados sin tragar el humo y batatas asadas, nacíamos al futuro ensayando las primeras disquisiciones sobre fútbol, mujeres y otros ítems. Por supuesto que de sexo nadie sabía nada, ni la menor idea, pero igual todos posábamos de profesores.

La vida era una eternidad numerable de días que finalizaban con la ceremonia de chupar limón para que no quedara gusto a tabaco, y donde la lealtad comunitaria, hacedora de férreos códigos e inconfesables secretos, era el mayor de todos los valores. Muy pronto aprendimos y no en el colegio, que estaba absolutamente prohibido conjugar el verbo traición en cualquiera de sus tiempos y formas.

El barrio era un útero plácido y festivo, el sitio exacto y perfecto de la utopía, donde uno se siente a gusto, en su lugar. Pegaditos al cordón crecían los naranjos amargos que abastecían de municiones a las guerras de naranjazos, y las anchas veredas de baldosas amarillas se sombreaban de esos otros árboles increíbles a los que con justa razón les decían Paraísos. Unas cuadras más allá estaba el ferrocarril, esas mágicas vías del Mitre que cruzaban el ancho de la existencia de lado a lado, con el vigor y la pureza de unos trenes que por aquel entonces aun conservaban el prestigio del progreso y la fragancia jubilosa de un próspero porvenir.

Sin final ni límites precisos, Martínez era una planicie fecunda estirada hacia fronteras difusas que servían de pretexto a relatos fantásticos y cuentos inverosímiles. Era un cosmos crucial y absoluto que distraído hacia el Este, se fugaba misterioso rumbo al ensueño amarronado del río de los Anchorena. Inmenso, inasible y desproporcionado, el Anchorena era tan manso como furioso y tan cercano y tan distante como un mar. En Martínez bastaba caminar unas cuadras desde el portón de cualquier casa para situarse a la vera inusitada de ese río tan propio y ajeno, tan como de entrecasa pero siempre indescifrable. Ese río apalabrado por las leyendas nocturnas que enhebraban sus pescadores, y que por entonces aun tenía cinco lunas de anchura y estaba habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecían la brújula.

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