sábado, agosto 22, 2009

El Gol, o el funcionamiento del mundo (relato)

El río nuestro, -el mismo por el cual y según Borges vinieron a los tumbos los barquitos pintados a fundarnos la patria-, estaba esa tarde sereno y alerta como un perro viejo celando su único hueso. Parecía, el río, un tazón gigante rebasado de Vascolet con su agüita llegando cansada y espumosa a sacudir los juncos que habitan la orilla. Ese beso fugaz de las aguas siempre dejaba, como en el tango, como en la vida, trazos bucólicos y silvestres en ese rincón del barrio. Porque el río para nosotros era eso, un rincón más del barrio. Por allá, donde el murallón en su parte más rotosa se intrusa como una espada indolora en el vientre pizpireto de las olitas mansas, cinco o seis pescadores fuman y toman mate velando la mezquina, ambigua suerte de sus anzuelos. De pronto uno pega el salto, trota rápido unos pasos y con un suave golpe hacia atrás de la caña se abandona a la presurosa rutina de ovillar la tanza. Los aledaños parecieran suspenderse en la crucial nimiedad de ese puño girando frenético la manivela del reel, y al fin y sin más, asoma sus vergüenzas una ristra tristona de anzuelos descarnados. La famélica aparición suelta en sus compañeros risas arteras y uno que otro comentario jocoso. Son voces que remontan un vuelo bajo y lentas se deshacen entre las ramas de los viejos árboles que, aun señoriales, cobijan el terraplén y las vías. El hombre en cuestión desestima las afectuosas afrentas con una hosca sonrisa, y encorvando su silencio sobre el piso de cemento salpicado de sangre seca de bagres y escamas endurecidas, vuelve a encarnar, controla los nudos, atisba los vientos, y destrabando el reel se irgue en la insistida ceremonia de arrojar sus ingenuas trampas al agua. Hendiendo el aire, el recorrido del nylon concluye en el redondo estallido de la plomada contra el lomo del río, y al hundirse, renueva la ilusión dejando—como es debido--la existencia en el lugar de los anhelos. Entonces miro hacia arriba y bien en lo alto del espigón, la descascarada pared de la casamata que en un tiempo supo ser un mirador refugio de la Prefectura. Ahí, junto a una estrella roja y asimétrica un día habíamos escrito con sintético al pincel, la C, la H y la E, junto a la frase: nosotros no le creemos a la muerte; y un poco más acá: Marijuana, qué sería todo esto sin ti. Bueno, la de Marijuana es una historia tan bella como cualquier otra y que ya conté demasiadas veces. Pegále al arco, pibe, gritan de tanto en tanto los pescadores que entretienen su espera mirando de reojo el picado que jugamos ahí abajo en la arena.No le creíamos a la muerte y no teníamos dudas, el río era un mar oscuro y dulce que mezclaba sueños sin mentiras con las cándidas pasiones del deseo. Discutíamos a los gritos, sangrábamos conceptos, éramos severamente irresponsables. Hoy, después de tanto, aun me atrevo a mirarme y veo entre mis dedos el herrumbre de las viejas trincheras que sigo habitando, oigo mi risa anacrónica negándose a la agonía, supe la traición, y arrastro un aullido callado y perpetuo en la garganta. Mejor dicho, amurado a los años empecé a sospechar de lo imposible, --todo tan ramplón, tan numerario, coyuntural-, pero aun me parezco, no soy lo otro, no soy aquello, ese temido reverso, la nada, esa detestada incondición de vivir. Escribir. Narrar. Vivir para contar. Acaso ese destino sea el que contenga el sentido. Quizás el sentido resida en la memoria, contar lo que alguna vez no sucedió, añorar aquello que pudo haber sido, aprender que ganar o perder son las dos caras de una misma falacia, que los discursos son siempre una deformación de la palabra, que cuando caía del cielo era bajarla con el pecho y amagar de zurda y con el arco a tres metros, enganchar una vez más y tocar para atrás con tal de que el juego siguiera. Dejáte de joder, pibe, pegále al arco. La extrañeza del gol. El gol, esa anomalía, esa vulgar y absurda finalidad, esa incongruencia que detiene el juego, lo interrumpe, lo obstruye. La peor obra de arte es la que se termina. Sólo queda colgarla de un clavo en la pared o imprimirla, exponerla, observarla, abandonarla, todo, menos vivirla. A una obra de arte terminada ya no se la puede vivir. La vida es mientras se hace, el fútbol mientras se juega. “Haciendo”, eso significa poiesis: haciendo, porque poeta es el que vive así, haciendo. Una poesía nunca está terminada y no obstante, hay quienes juegan al fútbol pensando que el arco es la estación final del juego, y así viven, ignorando que lo peor de la fantasía es su realización, su culminación; un bagre o una boga enganchada del anzuelo no cambia la vida de nadie, a lo sumo, tan sólo acerca un sentido discutible. Pescar es la espera, es mirar desde el anhelo, soñar, jugar, creer. Pibe, pegále al arco, terminá la jugada. Terminar de jugar, no, ¿no leíste?: nosotros no le creemos a la muerte. Calle Pacheco al fondo, la bajada, las vías, el bar de Fran, la casilla de la cruz roja, el río, dejar la ropa en un montón, bajar a los saltos la escalera derruida, y jugar. Jamás el fútbol fue una mejor maravilla que ahí sobre esa arena dura y oscura, ese paraíso plano, profano y perfecto, esa playa, la del río de Martínez. Un límite era allá lejos la realidad de todo lo que el hombre había edificado, el otro, la línea del agua. Nueve o diez de cada lado, jugar, llevarla en el empeine, sentir esa caricia, trotar, arrancar de golpe, pero todo no es más que un amague y frenar en un centímetro. Hacé los goles la p… Tocar y reír, jugar, tocar y saltar esquivando el viandazo, seguir jugando y otra vez arrancar y frenarse y el mundo que pasa de largo porque lo que se impone es patear al arco en vez de frenarse y saborear ese instante. Sí, está bien, el gol es parte del juego, pero es eso, una parte. Al gol lo han absolutizado los que hicieron del juego una pobre e insidiosa mediación hacia la victoria, esos que todo lo mercantilizan, y así estamos. Entonces la vida y uno engancha y quiere explicar, esa desesperación, la desesperación de querer explicarse uno mismo mientras alegan que todo consiste en refugiarse entre números y ladrillos. Construir un refugio, patear al arco, ganan los que hacen goles. Pero yo no quería refugios. Tenía el río y esa playa y no le creíamos a la muerte y volábamos como pájaros curiosos en el atardecer de nuestra adolescencia. Hoy, después de tanto, fui juntando preguntas: ¿el río nuestro estará todavía habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula? ¿Alguien en las arenas de ese dejado y oscuro paraíso hará ahora otro vano enganche para seguir jugando en vez de pegarle al arco? Ya sé, este es un mundo de goles y de conclusiones, y aquella tarde entre risas y después del enésimo enganche, ni siquiera lo vi venir. No alcancé ni a saltar. Me agarró a la altura de la rodilla, caí cerca del agua, me costó levantarme. Después vino ese rato donde vos rengueás y los que te quieren te explican el funcionamiento del mundo. Mientras con ayuda iba subiendo la escalera del murallón, alcé la vista y volví a leer las tres letras y todo lo que habíamos escrito. Está bien, cada cual cree lo que quiere o lo que puede, y el que no quiera enganchar que siga y le pegue al arco. El tiempo debe haber borrado aquellas frases, eso también lo sé. Pasaron más de treinta años. Pero me hago cargo y no tengo ningún problema en decirlo: cualquier día de estos, amago a pegarle al arco y engancho y voy y escribo todo aquello de nuevo.

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