miércoles, agosto 19, 2009

Allá en La Resbalosa (cuento)

Si había que matar, yo, Armando Quintieri, no andaba haciendo culto del cuchillo ni del coraje ni de nada de todo eso. Esas son puras pavadas, habladurías de pipiolos de ciudad, sonseras para las letras de alguna milonga. A mí que no me vengan a joder con eso, conmigo no. Yo no mataba ni por pasión ni por cosas personales, mucho menos por revoltijos de polleras. Matar por una puta puede que a alguno le sonara romántico, a mí no. Yo mataba porque vivía de eso y porque para eso me pagaban los Capellano, para matar, y punto. Alguno que se torcía en el comité, otro que quería raspar de una olla que no era suya, o estaba también el que le costaba entender cómo eran las cosas en esa zona de la boca del río, qué se yo, mucho yo no averiguaba. A mí me mandaban y yo iba y hacía lo que tenía que hacer. Cuidado, no digo que estuviera bien, digo que era lo que yo hacía. Era mi trabajo.

Y habrá de ser por el vino o porque estoy viejo, que ahora tengo fuerzas para hablar del asunto. Mire usted cómo es ¿no?, yo, yo mismo que juré por mi sangre que jamás iba a abrir la boca. Yo que alguna vez tuve una crianza—porque no se piense, yo tuve una crianza y un apellido para defender—, y sé bien de sobra que no es decente eso de andar ventilando lo que duerme allá donde el tiempo es sólo silencio. Si sabré yo que la verdad es lo que menos importa cuando la muerte es sólo hueso y carne fácil para el perdón. Hay que callarse, yo lo sé, y quiero que quede claro que yo sé muy bien que hay que callarse—siempre hay que callarse—pasa que ya no puedo, eso pasa.

Será que no sé qué hacer con todos estos años que ya tengo encima. Mire que yo alguna vez iba a pensar llegar a viejo, no, pero bueno, igual, de esto que ahora voy a contar no depende nada y a nadie le va a importar. Nada va a cambiar. Lo que queda en el pico de la gente, eso queda y listo, a otra cosa. La memoria que primero se estampa, ésa es la que queda, y el olvido—ya sabemos—, el olvido es una de las tantas maneras tramposas que tiene el recuerdo. Ustedes mismos que ahora me escuchan se olvidarán muy pronto de todo esto. Quizás en este mundo el olvido sea el destino de toda palabra. Cuánto sabemos, carajo, y cuánto hemos olvidado. Y cuál será la ilusión que nos empuja a suponer que la justicia—aunque sea la justicia a la memoria—va a venir por haber oído la verdad de cómo fueron las cosas.

Igual, acá no se trata de embrollar ninguna historia, porque a pesar de todo, este fue un asunto sencillo. Digamosló de esta manera: un asunto sencillo con todo lo jodido y lo enrevesado que tiene la muerte, y que tiene el amor—o algo así como el amor, digo, no sé, yo de amor sé muy poco—, y celos, venganza, deudas impagas. Hablo de esas deudas que al final se cobran de la peor manera.

Le cuento. La cosa fue hace ya unos cuántos años por allá atrás de las aguadas, sí, ahí donde estaba el almacén, en La Resbalosa. Si es cierto como dicen que las cosas alguna vez se terminan, ahí fue entonces donde este asunto terminó. Vaya uno a saber. Por entonces el patrón de La Resbalosa era el turco Efraín, no era malo el turco, fiaba poco pero fiaba, se hacía respetar con buenas armas y no era de maltratar a las mujeres. Una de ellas era la Nilda, y más que nada, la Nilda era eso, una mujer.

También dicen que el tal Ramón Alvarado no era hombre de andar con muchas vueltas. Se mandaba con su gente en anchas caballadas hasta casi las orillas del Rosario de la Santa Fe, vivía de eso el hombre, llevando bagayos escamoteados del puerto, tabaco, licores, algo de armas, pero más que nada, de los animales que se traían mientras iban volviendo. Cuatrereadas, cosas de aquél tiempo, nada del otro mundo. Dicen que ya en las casas don Ramón sabía afeitarse, rebajarse un poco la porra, y después de echarse algo de agua encima, vestirse como para arrimarse un rato hasta La Resbalosa. El hombre tenía su costado.

Ni alto ni grandote--no hace falta, dicen que decía—, con lo que hay, ni me andan prepeando ni me arrean pá la milicia. De vuelta de la frontera y de rastrear rumbos de animales de otros, a Alvarado le gustaba eso de aquietarse un rato en el humo fuerte y dulzón del tabaco, alguna guitarra, los naipes. Eso sí, era un hombre serio, no jugaba, a nada, en la vida nunca jugaba a nada, ni siquiera a las barajas. Lo suyo en el boliche era descansarse contra el mostrador y en silencio, chusmear el ambiente, giniebriar un rato, y la Nilda, a Alvarado le gustaba usar el tiempo en la Nilda.

Le explico. En el asunto éste también hubo un tal Bietri, Lorenzo Bietri, italiano, claro, un hombre cobijado justamente por los Capellano, paisanos nuestros que eran fuertes en toda la zona de la entrada del río mercadeando mujeres, protegiendo comerciantes, quiniela, política y todas cosas como ésas. Ahí Bietri supo tener un establecimiento, ahí mismo, en el barrio de la boca del río, un despacho de comida y bebidas no muy lejos del cruce de los botes. A la noche, en lo de Bietri se piringundeaba: polacos, franchutes, griegos, marineros, muchos tanos del mercado, y al lugar también caían algunos criollos. La Nilda, un tiempo, trabajó ahí para Bietri.

Miguel Mugica era ladrillero. Se había criado meta y meta en el horno de su padre, un gallego con fervores anarquistas que había empezado con eso de los ladrillos, más que nada, para arrimarle el hombro a tantos compañeros suyos que andaban necesitando paredes y techo. Eran otros años. Eran tiempos de los cuales se pueden decir muchas cosas, pero no dejaba de haber creencias, ilusiones, certidumbres. Después de la muerte del anarquista—fallecido apenas pasó los cuarenta—el horno fue derivando en negocio familiar. Con sus hermanos, Ernesto y Fermín, y su tío Manuel, se encargaron de la cuestión ya sin tanta solidaridad ni anarquismo. Miguel tenía de raro que había ido al colegio toda la primaria, y por si fuera poco, se había hecho lector a puro coscorrón de su padre que lo obligaba en la mesa del mediodía a explicarle qué había entendido en la lectura de la noche anterior. De pibe, su vida había sido un suplicio: colegio a la mañana, a los ladrillos después de comer, y los libros un rato largo antes de la comida de la noche. Después algo entendió, es decir, entendió el intento de su padre de no permitirle la ignorancia, de empujarlo de prepo a la comprensión del mundo y sus viejas historias de injusticias.

Ya más que un muchacho, los viernes a la noche Miguel se daba una vuelta por lo de Bietri. Su deseo era simplón, mandarse un poco de caña—de la dulzona—y mujerear un rato. La plata es para gastarla, decía Miguel, que andaba medio encaramado con la Nilda. La verdad, derretido estaba el hombre con la Nilda, y se le notaba. Tanto, que una vez le había llevado un vestido blanco, uno con flores azules o verdes, y le hubiera gustado alguna tarde pasearse al lado de ella desde la boca del río hasta la plaza grande y que la Nilda llevara el vestido puesto. Esa vuelta, sentada en el camastro, seria y con desconfianza, ella agarró el paquete y sin siquiera abrirlo, miró de vuelta el papel del envoltorio y no se le escapó ni una sola mueca. Lo guardó en el cajón de la mesa del agua, y ni gracias dijo. Dos o tres semanas después, ya por unas cañas de más o lo que sea, la cosa es que Miguel juntó coraje y se animó nomás a preguntarle a la Nilda si se quería venir con él, a eso de vivir juntos, eso de ser su mujer, y dejar para siempre las noches en lo de Bietri. Ella lo miró peor que cuando lo del vestido, y las palabras, antes que de la garganta le salieron de los dientes—Deje nomás—le contestó—que yo no soy de creer en ningún para siempre.


Alvarado era de traerle algunos bagayos a Bietri, y el italiano le andaba debiendo unos pesos. De ahí que una tarde el cuatrero le dijo—Patrón, sin ofender, no sé cómo será allá en sus pagos, pero acá hay dos o tres formas de arreglar una deuda.

A esto, la Nilda, de entrecasa, sin los oropeles de la noche, sentada atrás del mostrador le cebaba unos mates a Lorenzo Bietri, quien levantó la vista hasta encontrarse con los dos ojos hundidos y marrones de Alvarado que lo miraban como sin interés. El italiano, sosteniendo la mirada, contestó.
—Éstos son mis pagos, Alvarado, no se confunda.
—Como usted diga, patrón.
Y enseguida, para que el silencio no se le venga encima, ojeando a la mujer, Alvarado largó la frase.
—Vos, Nilda, armáte el monito que te venís conmigo.
Como sin oír, ella echó un largo chorro de agua caliente por el borde de la bombilla y alargó el brazo hasta alcanzar con el mate la mano de Bietri. El italiano agarró, dio una chupada, y sin mirarla le soltó—Si te cuadra, andá nomás, juntá tus cosas y andá.
Lánguidamente, la Nilda acomodó lo del mate, se levantó y desapareció tras una puerta cortinada con unos trapos, para volver al rato con un bollo de ropas por el que asomaban un par de zapatos de cuero colorado.
—A mano, entonces, don Lorenzo, y hasta la vuelta—saludó Alvarado.

Ya en los palenques, la mujer montó como quién sabe y de una sola estirada quedó parejita arriba del animal. Ni miró para el lado del puerto. Fue que no quiso la imagen de la silueta de los barcos grandes sobre el amarronado camino de las aguas. Prefirió lo opuesto, lo otro, la realidad. Prefirió la raya de los otros confines, esa que se recuesta a lo largo y a lo lejos y tan cercana, ahí nomás, atrás de las últimas tapias, los caminos de la tierra. Y desde las ancas, sintió a ese hombre clavarle las guampas al alazán que perezoso, soltó el primer trote en su insistido destino de andar trayendo el horizonte.

En las casi dos horas del galope sobre la huraña piel de la llanura, no abrieron la boca, y fue el poniente nomás esa rara sombra que les empezaba a nacer cuando entonces asomó la mancha rosada y ajena de unas casas, la arboleda, los carros, y unos perros que chumbaban de pura costumbre. El hombre, ya apeado a los portones de La Resbalosa, le aclaró lo necesario.
—Mirá, yo no soy de andar mucho en las casas. Acá en lo de Efraín vas a tener comida y cama de sobra. Trabajo tampoco te va a faltar.
La Nilda ni lo miró, pero supo que lo habría amado fuertemente de haber sabido alguna vez el amor. El hombre siguió explicando.
—Que no te traje para que me cebés el mate y me lavés la ropa.
La mujer curioseó el alrededor con menos hondura que indiferencia.
—Usted no me trajo, yo me vine porque quise. Ya me estaba cansando de tanto tano y polaco.
Alvarado caminó unos pasos hasta la puerta misma del almacén.
—Te voy a decir una sola cosa, y no te la olvidés, vos sos libre, pero sos mía—dicho esto, se mandó para adentro, hizo los arreglos con el Turco, salió, se subió al caballo y no apareció por un tiempo.

—¡Tano de mierda, la entregaste por unas monedas!
Dicen que Miguel ya llegó medio mamado a lo de Bietri, que cuando tragó de un golpe nomás el primer vaso de caña, lo encaró con toda la bronca y los fervores que esa ausencia le había provocado.
—Eso sos vos, un tano mercachifle de mierda. Y cagón.
—No ofenda Miguel, que nadie es dueño de nadie. Ella se fue porque quiso, usted sabe cómo es la Nilda, es como todas las mujeres, jodidas para entender.
—Y si nadie es dueño de nadie ¿por qué carajo tuviste que venderla?
—Ya está bien, Miguel, ya está bien, que yo no vendí a nadie, vaya, vaya y mañana aclaramos las cosas, hágame caso, sé lo que le digo, las cosas no son como usted las ve ahora.
Miguel no veía nada, enceguecido dicen que estaba. Bietri creía hacía rato haber aprendido a lidiar con borrachos, hombres mal chispeados y encima insolentados por alguna mujer. Corrió la traba y salió de la jaula protectora del mostrador, se le arrimó con gesto amistoso y fue cuando vio de cerca el rojo demasiado encendido en los ojos del ladrillero. Le cruzó el brazo por el hombro, mansamente, paternal, y así nomás sin demasiados corcoveos, Bietri lo fue llevando hasta la puerta atravesando un entrechoque de dados, el desentono de las guitarras y ese batifondo de gritos donde como siempre sobresalían las risas artificiales de las putas.

La noche era azul y estaba irrumpida de estrellas. Atados a los palos, los caballos de vez en cuando refunfuñaban su aburrimiento, y sus cortos resoplidos se juntaban con los sordos chicotazos que daba el agua contra los pilotes del puente.
—Miguel, usted es un buen hombre—alcanzó a decir Bietri, pero el ladrillero no estaba para consejos. El Tano vio un movimiento y enseguida sintió abajo del pecho como un ruido raro, distinto, un fuego de golpe, un viento caliente que se le metió en el estómago, y dolor sintió, mucho dolor, y otra quemazón, y otro viento ardido que se le metía y el mismo fuego de antes, y se dio cuenta que empezaba a irse y se dio cuenta que se agarraba de las ropas de Miguel y que se iba igual, y no sabía adonde pero se iba y era todo tan rápido y se agarró más fuerte pero ya sin fuerzas, se agarró como quién no quiere irse, como queriendo quedarse, en la vida, quedarse.

Ahí, después del tercer puntazo, el Tano supo que lo estaban matando. Y lo vio a Miguel que lo miró y vio cara a cara esos ojos enrojecidos ahora ocupados por el asombro, porque el ladrillero no se creyó nunca que su querencia y su bronca alcanzarían para matar a un hombre. Y fue lo último que Bietri vio, los atónitos y descreídos ojos rojos de Miguel el ladrillero. Qué cosa el tano Lorenzo Bietri, que como todo hombre tantas veces había imaginado su propia muerte, y jamás se le cruzó pensar que a él, iban a matarlo por una mujer.


Llovía. La noche revoleaba refucilos por arriba mismo de La Resbalosa, y no era la madrugada todavía cuando dos hombres empilchados como Dios manda—pantalones anchos, saco oscuro, camisa blanca, alpargatas, pañuelo, boina—traspasaron los dinteles del almacén y callados, anduvieron el largo del salón hasta el despacho. Uno era Ramón Alvarado, el otro, Runilo Tortosa, el uruguayo, su ladero de siempre. Entrando nomás, Alvarado relojeó el lugar y la Nilda no andaba. Estaría trabajando. Raro, pero esa noche los retumbos del boliche parecían más apagados, sería por la bulla que metía el agua contra las chapas, o que había poca gente, o eran las mujeres que no hacían tanto alboroto. Ya en el mostrador y mordiendo las primeras ginebras, ni se mosquearon por el muchachón que apoyado en la otra punta los miró como para medirlos, que se echó de un trago el poco de caña dulzona que le quedaba en el vaso, que se les acercó, que los miró, que les preguntó con voz exacta cuál de los dos se llamaba Ramón Alvarado. Y así quedaron, frente a frente en el despliego insalvable de sus vulgares destinos. Cualquiera diría de Miguel Mugica y Ramón Alvarado, qué cosa, dos hombres tan diferentes y su debilidad vino a ser la misma.

El cuatrero lo miró sin entusiasmo, sin rabia, sin nada, sólo era la fatiga de los años y las leguas que llevaba encima lo que le incomodaba el momento—Ramón Alvarado, para servirle—contestó ladeando la cabeza, y vaya uno a saber, cuestión de reflejos, codeó el mango del cuchillo que acarreaba al costado de la cintura, contra los riñones, y por las dudas también, puso el lomo contra el mostrador guardando distancia.
—Deje nomás, que yo estoy bien servido—apuntó Miguel Mugica.
Alvarado nunca lo había visto al ladrillero, pero, hombre andado, apenas percibió esa mirada surtida de ansiedades, miedos y broncas, supo que ese muchacho era capaz nomás de venírsele al humo.
—Algo me han dicho de que me andaba buscando.
—Y para matarlo—le asestó Miguel, con la fuerza y el apuro propio de los aprendices en el asunto de la muerte.
El cuatrero lo contempló, resignado.
—Está bien, pero le digo, se equivoca, y para peor, doblemente. Escuchemé, la mujer no lo abandonó, porque no era suya, y lo otro, es que no se mata dos veces por la misma pasión.
—Le agradezco la labia—afirmó Mugica—pero ya tuve uno que quiso darme consejos.
—Y era un buen hombre. Usted mató a un buen hombre, y lo mató mal.
—Sabrá Dios si era bueno, y cómo lo maté, son cosas mías. Y ahora le toca a usted, que para eso lo estoy buscando.
—Bueno, ya me encontró, así que déle nomás. Una cosa, todavía está a tiempo de recular. Sea juicioso hombre, dejemos las cosas así como están.

Desenvainó el ladrillero dando un paso atrás y fueron dos los cuchillos que se le plantaron, pero ya no había tiempo para achiques. Arqueó la espalda y abrió los brazos como para abarcar todo el lugar posible, les largó el primer amague y fue ahí cuando una sombra juntada con un brillo le pasó fulminante por el costado y siguió viaje hasta partirle el pecho de un puntazo al Uruguayo. El ladero largó el grito siempre seco de la muerte, y después de dar contra el mostrador, se fue acurrucando en el suelo como un trapo viejo y sucio de sangre. Entre el alboroto de las sillas que caían y los gritos de las mujeres, Miguel, en la sorpresa, alcanzó a ver que Alvarado se le venía y entonces largó el brazo al bulto. Esa primer fierrada agujereó saco, chaleco, camisa, marinera, y le entró limpita a Alvarado por el costado, casi abajo del sobaco. No hubiera hecho falta otra, pero vinieron dos más. Una en la panza, de abajo hacia adentro y arriba, con el revés y el consecuente giro como para que el filo corte bien y en subida. La otra fue de gusto, un tajo en el medio del pecho para marcar nomás el cuerpo de lo que ya era un muerto. Porque así estaba Alvarado, muerto antes de tocar el piso, el piso bermejo de La Resbalosa.

Mujer al fin, la Nilda fue un bramido a medio vestir que bajó las escaleras que venían de las piezas, hasta envolver con sus gritos y sus brazos el cuerpo del muerto. Y Miguel, ahí, aprendió que algo de razón Bietri había tenido, supo que nadie es dueño de nadie, que ella se fue porque quiso y que así de jodidas para entender eran las mujeres.


Salimos al galope ligero por la huella embarrada, sostuvimos el trote largo cuando cortamos por el campo, bordeamos las aguadas y nos entramos en el monte. Lo cruzamos. Ya del otro lado le metimos espuela otra vez un buen rato hasta que una nueva arboleda nos llamó al descanso. Dejé que el ladrillero atara el manchado y me le arrimé sin apearme.

—No sé qué decirle, Cumpa—me dijo, tendiendo la mano—, ni lo conozco y usted se entreveró así. Se agradece.

Nadie deja a un hombre con la mano estirada, apreté fuerte, y contesté—guarde las gracias, que yo no soy de andar con muchos sentimientos, pero no me gustan las cobardías y ellos eran dos. Mucho menos me gusta que alguien quiera hacer el trabajo que me toca hacer a mí.
—No entiendo, eso del trabajo.
Yo, Armando Quintieri, moví el caballo para arrimarme bien arrimado, y lo miré de frente.
—El trabajo de matarlo.

Le apunté el dos tiros a la panza y le solté el primero. Cuando boqueó sangre y cayó doblado en el barro, me bajé y le di el otro en la cabeza, no de muy cerca, para que no salpique tanto. El ladrillero quedó en el barro de la noche, entre los árboles, de cara a la lluvia. Fue el último muerto de aquel asunto. Así fueron las cosas, que para eso me pagaban.

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