por Capote.
al Coloradito, desde la cuna hincha de ‘Nepeniente’
La vida es tan así, tan rara, tan linda, tan breve, tan angosta. La soledad no es estar solo, es otra cosa, y el dolor, al dolor hay que entenderlo. Y no es cuento que Capote al fútbol jugaba agachadito, como acechando. Era último hombre. Barría el fondo de lado a lado con una seriedad conmovedora. Está bien, es cierto, no sabía mucho—ahora no vengamos a pedirle delicadezas, tampoco—, digamos que era un hombre áspero que después de cortar por el piso al que se atreviera a llegar, se sacudía la tierra mientras gritaba para sus adentros reproches indescifrables, carajeadas de confusos destinatarios. Era así, uno nunca sabía muy bien de qué se quejaba ni por qué rezongaba. Siendo defensor, último hombre, lo más normal es que de tanto en tanto tuviera que salir al encuentro del nueve o de algún wing que anduviera escapado de los mediocampistas y se le viniera con intenciones de tirársela larga o algo parecido. Pero Capote, cada vez que terminaba la breve y escabrosa faena de revolcarse cortando todo lo que con camiseta contraria apareciera cerca suyo, se levantaba del piso con fastidio, como encubando lúgubres rencores contra alguno de sus compañeros. Así tampoco jamás se le oyó un reproche, jamás, pero daba esa sensación, vaya uno a saber. El hombre era eso, era así, jugaba de esa manera. Quizás, lo mejor sea decir que Capote jugaba de cuajo.
Y también decir que era un hombre bueno. Todo lo inmensamente bueno que uno podía ser en el barrio. Ahora, eso sí, cuando perdía Independiente a nadie se le ocurría hacérselo notar. Esos lunes de aguda pesadumbre, cuando los rojos la tarde anterior habían hocicado, Capote arrastraba una mirada torva, y saludaba—si es que saludaba—con un golpecito de la cabeza. Punto. No se le oía palabra, no silbaba ni el más fulero de los tangos, y en el lomo lo mordía el peso de todos los fracasos.
Grandote, desgarbado, flaco y panzón, el poco pelo desprolijo y colorado desde las raíces—hasta el pelo tengo del diablo, decía—, su mundo era de dos mitades. En una estaban el taller, el bar, la esquina, pero, sobre todo, la Haydé, su otra gran pasión, su otro gran amor. Después Independiente y la lontananza de una geografía baldía, hosca y polvorienta, mal rodeada de un alambrado vencido y con un par de palos desparejos hacia el norte y otros de espaldas al sur. Ahí, y más que nada ahí, en la canchita del barrio, Capote era un animal de movimientos cansinos que de golpe se hacía vértigo tras la presa de turno saliéndole al choque sin rezos ni consideraciones. De frente, de alma, de cuajo. Su invariable destino era o pasar de largo como un toro ciego, o dejar abandonada entre los cardos del costado la belleza de lo que venía siendo una gambeta. Verlo en acción era tan cautivador como siniestro, tanto si calculaba mal y quedaba manoteando de cuerpo entero el vacío, o como cuando atado a una mueca desesperada llegaba para astillar la perfecta simetría de un pase centimétrico. Como fuese, siempre terminaba en el piso y después del revuelque, la ceremonia de la adustez y el fastidio tan anónimo como manifiesto.
Ahora, a sus más de sesenta añitos largos, afirmado a la mesa miró el paredón del fondo como por primera vez en su vida. Un frontón de color indescifrable, descascarado, con lamparones de humedad, cráteres por donde asomaban su tosca silueta unos ladrillos del tiempo de Garibaldi. El club—pensó Capote—qué cosa, ¿no? En una mano el cuchillo, en la otra, el tenedor, y le gustaba el lugar que ese mediodía de sábado la vida le prestaba, a él le gustaba. Costillitas, un vacío que parecía manteca, choricitos, el vinito necesario. Estaba todo. Estaban todos. Todos los que venían quedando. La verdad, Capote tenía setenta y alguito más y entre lo mejor que podía pasarle estaba esto, sentarse a comer un asado con ellos. Habían tirado unos tablones de obra sobre unos caballetes en el patio del club. El club de siempre, obvio, con su patio, la canchita de baby con los aros pelados arriba de esos mamotretos, esos tableros de básquet—Como si alguien alguna vez hubiera jugado al básquet acá ¿no? ¿Vos viste alguna vez a alguien jugar al básquet acá?
–Y, si están los aros, alguna vez habrán jugado, digo, qué sé yo.
El patio de los bailes.
–Eh, sí, bailes sí, mirá qué no iba a haber bailes, estaríamos todos vírgenes, si no.
–No seas ordinario, querés.
–Y si es la verdad ¿o vos no la conociste acá a la Graciela?
–¿Qué acá? Yo la tenía vista del barrio.
–Bueno, pero acá te le arrimaste.
–¿Arrimaste? Me llegaba a arrimar y la vieja me cortaba el cogote. Que brava era la tana, mi suegra, que Dios la tenga en la gloria y no se le ocurra ningún milagro.
–¿Y vos, Capote, dónde la conociste a la Haydé?
–En la fábrica, la textil, la Haydé era maquinista ayudanta, ahí nos conocimos.
La voz le salió grave, pesada, como sin ganas.
Y Pizarra, el viejo Pizarra, ahora un gordito y petiso con una cabeza canosa coronada de una pelada color rosa, en sus tiempos supo ser el más furibundo de los marcadores de punta del barrio. No hacía otra cosa que revolcar wines, y a los que no los revolcaba los revoleaba. A diestra y siniestra. Capote siempre le repetía la chanza—Después se quejan que no hay más wines. ¿Qué querés? Los pocos que había los mataste vos, Pizarra.
Pero ahora el petiso lo había primereado. Al escuchar la respuesta gravosa de Capote, se le fue al humo como contra un wing—No pongas esa cara, Colorado, acá no te hagas el hombre serio ni el nostálgico. A mí no me engañás, debe ser fulero andar revoleado por el fondo de la tabla ¿no? Y decí que lo tienen a ese en el arco, que si no, ustedes, los reyes de copas, ya estarían jugando con Deportivo Riestra.
Capote lo miró un instante, enseguida bajó lentamente la cabeza, cerró fugazmente los ojos y dijo en voz baja, como hablándose a sí mismo—Este no entiende nada, no entendía antes menos va a entender ahora de viejo.
–No, no mascullés como cuando jugabas, hablá claro. Porque después, cuando la murguita colorada esa de Avellaneda gana un partido, te agrandás y empezás a filosofar. Hablá ahora, a ver, hablá ahora. La voz de Pizarra era un maldito puñal clavado en los huesos. Independiente, el glorioso diablo rojo de Avellaneda andaba preocupado por los puntos, peleando la promoción, y se defendía revoleándola a cualquier lado y atacaba tirando centros a la olla, un desastre, y para colmo, perdía y perdía y a veces empataba. Capote lo miró de nuevo, vio esos ojitos achinados, la nariz arrugada de la risa, la boca cargada de burlas, y a falta de una galera, abrió el baúl—el de los recuerdos, ¿qué baúl iba a ser?
–Vos no entendés nada, Pizarra, nada entendés. Esto es un momentito en nuestra historia, un garabato del destino.
–No te hagás el filósofo, ¿garabato?, má qué garabato ni garabato. Ustedes son un garabato, unos muertos son, pierden con cualquiera, se comieron cuatro con River, tres con Racing, Boca los bailó en su cancha. Dejáte de joder, asco dan, Capote, asco.
El dolor es una forma más del sueño. Igual que el sueño, el dolor se compone de más de una sustancia, y cuando se sufre, si uno mira con cuidado, en el cuerpo del sufrimiento encontrará el sustrato de muchas otras cosas. El dolor nunca es focal, siempre tiene tiempo, un pasado, y tiene un futuro. De lo contrario, como todo, el dolor no existiría. Y está hecho de tanto, el dolor, pero de tanto. Hay quienes dicen que hay vida más allá de la pasión, que la existencia tiene razones que de todos modos la justifican. A Capote no le habían enseñado eso, o no lo supo aprender, o quizás no, en una de esas no era así, a lo mejor no hay vida más allá de la pasión y la existencia no se justifica de todos modos, o de cualquier modo. Vaya uno a saber. La cosa es que a Capote el barrilete una madrugada de vientos renegridos se le enredó en los cables, y ahí quedó.
–No, asco no, Pizarra, a mí no me da asco, dolor me da, dolor, Pizarra, dolor. Estamos aquietados, acurrucaditos, en silencio, y ahí, fijáte vos cómo es la cosa, ahí mismo aparece el recuerdo. Ahí, quietito y acurrucado, uno puede ir a las raíces y alegrarse en la realidad de que uno es quien es, carajo, que uno tiene una historia. Porque viste cómo soy yo, me pongo a pensar, ¿viste?, y recordando, Pizarra, recordando, me agarra una alegría, una esperanza.
–Pará un poquito con el chamuyo, Capotito, que ni vos te lo creés.
–No te digo, vos no entendés nada. Pero sí, sí, Piza, sí. A ver ¿cómo te explico? Yo soy de Independiente de Avellaneda, Pizarra. Yo lo vi jugar a Erico, a Arsenio Erico ¿entendés? A De La Mata lo vi jugar. A Sastre, al loco Bernao. Y al gran Ricardo Bochini. Yo tengo el alma pincelada de Bochini. Llevo en los ojos lo que el Bocha hizo en una cancha de fútbol. Estoy amasado en otros manjares, me hice otros festines, acostumbrado al caviar estoy yo, Pizarra. ¿Vos sabés el gol que le hizo el Bocha a los tanos en una final del mundo? ¿Vos podés entender eso? Que después de una pared cortita se fue solito y cuando le salió el arquero, escucháme, escucháme bien, le movió la cinturita tic tic tic y se la empaló de cucharita por arriba de la cabeza. ¿Qué más le puedo pedir a la memoria si yo vi jugar a Chaplin con la camiseta de Independiente?, porque ése era Chaplin, ¿entendés? La vida es tan así, tan rara, tan linda, tan breve, tan angosta. La soledad no es estar solo, Pizarra, es otra cosa. Y el dolor, al dolor hay que entenderlo. A veces es injusta la vida. Decíme, ¿por qué tienen que pasar los años? ¿Por qué hoy yo no me puedo sentar en la doble visera y ver jugar al Bocha? ¿Eh?, ¿por qué? Mirá que me voy a amargar porque ahora andemos mal unos partiditos. A mí me duele otra cosa, vos me ves así triste porque lo que a mí me duele es que no juegue más el Bocha ¿Entendés Pizarra? Ese es mi dolor.
–No me chamuyés, Capote.
–Qué te voy a chamuyar, si yo soy de Independiente, y tengo el alma dolida, pero no por lo que vos pensás, cabeza de bagre. No, qué vas a entender, si a vos lo único que te importa es ganar. Mirá, te lo voy a decir de una sola vez, escucháme bien: en la vida hay dos tipos de personas, los que juegan para ganar y los que juegan para jugar. Y yo soy de éstos, ¿entendés?, de los que juegan a jugar. Yo quiero que Independiente juegue a jugar, si gana, mejor, pero que juegue al fulbo, que salga a la cancha y juegue al fulbo. ¿Entendés Pizarra? No, no entendés. Jugar a jugar, lo otro es mentira, en la vida nadie gana de verdad, la cosa está en jugar. ¿O no te diste cuenta todavía?, ¿tenés como cien años y no te diste cuenta todavía?
Como todo lo que en la vida un hombre puede domesticar, lo suyo, ahora era el recuerdo. La memoria como un tejido finito por el que se filtraban los costados dulces de mil barrios contra barrio. Una roída rodillera ya gris de percudida, deshilachada, derrotada de tiempo, y el sol como un héroe vencido y entregado en brillos y tibiezas contra esa frente donde el sudor se le hacía barro. La camiseta descolorida de Independiente que, decía—¿y por qué no creerle?—se la había regalado el petiso Mura.
Después de la más larga de sus noches, en el pasillo del hospital a Capote lo llamaron por el apellido. Eran las seis de la mañana. Una cara de respeto y sin emociones le tradujo en la síntesis de una frase lo que desde entonces sería su vida. Haydé. Después los abrazos querían ser consuelo, las flores una despedida, y las lágrimas el agua donde lavar tanto horror. Haydé. Dio ese paso y dio otro y llevó esa muerte con sus manos hasta un hueco en la tierra. En esos parcos metros de destino se le quebraron los pocos vidrios que frenaban los puñales del frío. ¿Qué es lo que quiso la suerte? ¿Qué dibujo es este del barrio sin esos trazos delicados donde en cada poniente descansaban sin sombras sus manos de guerrero de potrero? ¿Qué es este presente que cuelga de los dientes de una mariposa asustada? ¿Acaso el mundo no sabía que en cada mediodía después del taller, ella le daba el polen y el asombro y esos ojos siempre nuevos? Las músicas son sonidos secos sin esa voz en ahogos centelleándole el pecho. Y quedó en su mesa el hielo de unas letras sin renglones, tres o cuatro pompas de escozor, y un brutal naufragio en su piel. Quedó arrastrase en orillas abundadas de tiempo y en una cama que fue un destierro, fue una quietud, un eje sin giros, una ardida escarcha.
–Pongan huevos, carajo, que con éstos no podemos perder—, gritaba Capote en su reino de potrero—vamos pá delante que ganamos. Meta, Capote, meta, empuje desde el fondo, mierda, que este partido usted no lo pierde. Y si no, mire la camiseta que tiene puesta: sangre, color sangre es esa camiseta.
Era sábado a la tarde, arreciaba el barrio contra barrio. Ya quedaba poco sol y los de Capote perdían cuatro a tres y cascoteaban y cascoteaban, y nada, y en una de esas se le vinieron de contragolpe. La cortaron rapidito para el nueve de ellos que embalado buscó el vacío, se iba solo, pero Capote era último hombre. Salió al cruce, encrespado, y no llegaba, de ninguna manera llegaba, pero llegó. Medio segundo antes, los de afuera que miraban arrugaron la cara sabiendo lo peor. Lo agarró casi a la altura de la cintura con la suela zurda y por las dudas lo tijereó con la otra, justamente, para que no quedaran dudas. Fue un revoltijo de ropa, piernas, piedritas, brazos, tierra y gritos. Yo te voy a dar contragolpe, masculló Capote.
–Ya está el asado che, vamos a comer.
Capote se entusiasmó con el primer chorizo. Pizarra le sirvió un poco más de vino, lo miró y le dijo –Sí, tomá, tomá un poco de vino así me seguís chamuyando, porque vos, vos sos un caradura, Capote, sos un viejo caradura. ¿Qué carajo venís ahora, después de tantos años a hacerte el lírico, el romántico con que Erico y el Bocha, con eso de jugar al fulbo, de jugar para jugar? Si vos eras un animal, en el potrero eras un animal igual que yo, al que te pasaba cerca lo partías.
–¿Qué decís?, pero ¿qué decís? No te digo, vos no entendés nada, Pizarra, no entendés nada.
lunes, octubre 12, 2009
miércoles, septiembre 30, 2009
El aviador (cuento)
Hundía en la harina sus manos o alas, era aviador. Sentía cómo primero sus yemas o plumas y en un lento movimiento luego sus uñas, frotaban con mansa firmeza la tersura veteada de la madera. En la vieja mesa, ahí en la superficie que los años alisaron, ahí es el fondo de todo pensaba el aviador. El fondo de todo, el efímero círculo que los días trazan en las aguas, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El barranco. La caída y la nada. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan, la vida no es más que imaginar una memoria.
Respiraba con hondura, buscando, y por el agujero del tragaluz pizpeaba el cielo, el aire, porque para él el cielo era eso, aire, el aire. Y fumaba—no me jodan con el cigarrillo, demasiado aire puro llevo en los pulmones—decía, bromeaba solo, pues estaba solo y ya nadie lo escuchaba—Y no es cuestión de exagerar con la pureza, y por eso fumo, por no exagerar.
De a ratos, subido a la banqueta de mimbre estiraba el cuello y oblicuo veía allá abajo en la calle los restos de lo que alguna vez había sido un auto. Un montón de chapas oxidadas, quemadas, contraídas. Un cadáver urbano abatido contra el empedrado—pensaba—y está bien, muy bien—rumiaba. El tipo que quemó ese auto adrede o no, es alguien que posee la desdicha de la inteligencia—argumentaba—, es alguien que entendió la vida, que supo de qué carajo se trata esto de vivir—y amasaba pan, solo, y nadie iría a contrariarlo.
–-Porque la vida cuando se entiende, o hay que adormecerla en el fraude del amor, ese hechizo berreta, o hay que quemarla, o las dos cosas. Te explico, los autos no vuelan, los autos se arrastran, a lo sumo se deslizan. Son terrestres, opacos, previsibles, inexorables. Eso, así son, inexorables, tanto como los seres humanos, que tampoco vuelan. La civilización es posible por eso. Advierto que despojo el término civilización de todo contenido—digamos—ético, y digo civilización como para decir todo esto que existe. Debo aclarar que hoy no ando interesado en los resultados de los quehaceres humanos—hoy me concierne tan solo la esencia— y la civilización es posible por eso, por la lentitud, porque el hombre no vuela. De otra forma nada podría haber sido. Bueno, mucho que digamos de todas maneras no hubo, pero, si me apuran y debo echar mano de una prueba de la existencia de Dios, digo eso, la prueba irrefutable de que Dios existe es que el hombre no puede volar. Pienso, se me ocurre, que a Dios debe agradarle la existencia humana, por eso creó la lentitud, el hombre es lento, el hombre camina, navega, es terrestre, no vuela. Y cuando llega, carajo, tarda pero cuando llega todo concluye, todo: el misterio, la dicha, la música, el sabor, la vida, todo. Esa demora del desplazamiento humano hizo elaborable y valiosa la cuestión del tiempo, o sea, unos hombres construyendo murallas mientras otros están por llegar. Cuestión de tiempo.
Hacía pan el aviador, escuchando radio en la mesa de la cocina de su casa del último piso para tener con quien pelear, y a los gritos discutía con los opinadores de profesión, sin antipatías personales, así como en un juego que, como debe ser, jugaba con suma seriedad. Es decir, oía la radio y se enojaba en serio, contradecía, refutaba, argüía, memorizaba textos, argumentaba, traía eventos al altercado imaginario, aconteceres de la historia, epopeyas de entrecasa, documentos irrebatibles y confesiones secretas que aseveraba saber de buena tinta—desconocen la historia, viven de la opinión, carajo, viven de la opinión y desconocen la historia–decía, alterado, meneando la cabeza y amasando pan.
Las citas que refería, algo dudosas en su literalidad pero fieles en su significado—descontando lo subjetivo, claro—, eran mayormente de Scalabrini Ortiz, Jauretche, esa gente, incluso John William Cooke, hasta Palacios. Los citaba a ellos porque era un aviador nacionalista. Nacionalista, sí, ¿qué?—desafiaba. No le importaba en absoluto la cercanía esa de la zeta. Era nacionalista, y la zeta es—decía cuando tenía que decir—, la última letra de una de las tres maravillas que nos quedan, el abecedario. No, las otras dos no las nombro, no hace falta, ya se sabe cuáles son.
Menos volar—creía el aviador—todo es acaso esta inmensa espera. Esta incisiva agonía de la luz y los días yéndose cosidos a la tierra siempre lastimados en las mismas palabras. Menos volar, es este silencio de hacer pan y un agujero por donde mirar el aire. Porque todo es conjeturas, cenizas de recuerdos o esa suma de sabidos sustantivos que tratan de sesgar el dolor del epílogo, inalterable epílogo, impasible. Menos volar, es aguardar que pronto Dios abroche el telón y declare la noche.
Amasaba. Transpiraba. Ya no evocaba aquella voz tan perfecta como el aire, la espalda un óleo áureo poblado de mañanas inocentes, el manso orillo de sábanas revueltas y esa risa casi secreta, sin jaulas, aljibe de otoño, ecos mecidos en los senderos propicios del viento.
Eso sí, aun se preguntaba de qué servía ser un aviador nacionalista o qué era eso, pero no le importaba tanto como para abandonar la causa, moriría nacionalista, que no había nacido para traicionar ni mucho menos traicionarse, qué joder.
Aire, la cercanía de tu hondo misterio dándome los materiales fundantes de lo que soy. Aire, destejido prisma de mi identidad, formato mismo donde supe mi destino, aprendizaje paradojal de ser humano en lo inhumano. Aire, matices grises y azulados, el color de mi último deseo. Yo supe que es azul el mar, es verde intenso, acaso gris o violáceo. El mar, conocí su tregua entre rugido y rugido y vi a sus costados las líneas irregulares de piedras, arenas, tierras, otros verdes, casitas. Desde el aire vi una casa blanca de terrazas rojas del otro lado del trazado terminal, y fue una postrera felicidad conjeturar que quienes vivían en esa casa blanca deshabitada a orillas del mar quizás hayan sido vanamente felices.
La noche dejaba de ser noche en esos racimos en llamas que como nervios de cenizas, iban clareando los techos de los hangares del aeródromo de Don Torcuato. Era todo tan obvio, tanto como que en la más pura pureza del aire se revolvieran lenguas rojizas preanunciando definitivos amarillos. Lo supo, es el sol, pensó el aviador, y mejor así, su majestad, el sol. Rió sin saber de dónde le vino esa frase cursi digna de un animador de televisión, y remató el asunto empeorándola al concebir que como toda majestad, el sol es egocéntrico, un astro empeñado en el ejercicio de la indiferencia. Mejor así. Si algo espero de este día, es eso, indiferencia.
Un racimo tu boca, otro sur.
En la cornisa de tus ojos,
mis letras.
Miniatura el futuro,
una falacia la muerte.
--Hola, amigazo, eeeh, tanto tiempo, ¿qué anda haciendo por acá y tan temprano?
--No, nada, vine a pegarle una enjuagada a Pajarito, ando con ganas de venderlo.
Don Ignacio iba con sus mil llaves abriendo los galpones, despertando avioncitos, como le gustaba decir. --Falta que los tape de noche, nada más, o que les acerque tostadas con miel al amanecer. Uno se encariña, vio. Vaya, allá anda Pajarito, extrañándolo. Limpieló, ahí adentro del galpón tiene las mangueras, todo.
Profusas en el piso las primeras manchas de luz como hojas amarillas, pétalos de sol. El aviador supo entonces recordar una muñeca que reía o lloraba por las calles de la ciudad, supo su voz diciendo volemos, volemos, contradigamos a Dios. No entendió qué ecos venían a menoscabar qué leyendas, y sonrió sabiendo que la memoria es imaginación. Se acercó a su vieja avioneta, a Pajarito, le echó unos pocos litros de nafta, entró a la cabina, destapó el pote que llevaba en el bolso, puso sus manos en la harina, y ya engrudadas, encendió el motor. Salió despacio del hangar, carreteó conocidamente la pista y ante la atónita mirada de don Ignacio, alzó la palanca central y subió, subió, voló.
Desparejos cuadrados, triángulos irregulares, lamparones ocres, pardas acuarelas, desteñidos descampados, intentos de nada, chapas gastadas, árboles raídos, todo vetusto como en una foto del pasado. ¿Qué es buscarte sin siquiera el deseo de encontrarte? Y allá no tan lejos, el río y el enredado laberinto de las islas y más cerca los techos alquitranados de los colectivos. Parpadear en la orla de lo fastuoso, sumirse en la diáfana exquisitez del único sacramento certero, librarse de arteras seguridades, sentir nuevamente el placer de la sospecha, volar. Cucarachas parecían desde el aire, cucarachas multicolores parecían en la Panamericana los autos yendo y viniendo vaya uno a saber por qué. Las personas parecían nada, parecían eso, personas.
Harina, agua entibiada, sal y el aire celeste incorpóreo, inmaculado e informe, y un silencio como deshaciéndose contra la piel y en el tablero la aguja del oil clavada en el infierno del cero, clavada en el barranco veteado de los días, atornillada en la zeta. Hundía en la harina sus manos o alas, miraba la tersura veteada de todo, allá, allá abajo es el fondo de todo, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan. Los dedos llenos de engrudo, la vida en el aire, lo otro es tierra, es suelo.
Un leve toque a la palanca y una elipsis que empieza a trastocar el paralelo en perpendicular. El día se portó bien, con su sol, sus cuatro o cinco nubes, es decir, fue perfecto, perfectamente indiferente. El cielo fue aire, el suelo será siempre suelo, y la vida ya nunca más la imaginación de la memoria.
Respiraba con hondura, buscando, y por el agujero del tragaluz pizpeaba el cielo, el aire, porque para él el cielo era eso, aire, el aire. Y fumaba—no me jodan con el cigarrillo, demasiado aire puro llevo en los pulmones—decía, bromeaba solo, pues estaba solo y ya nadie lo escuchaba—Y no es cuestión de exagerar con la pureza, y por eso fumo, por no exagerar.
De a ratos, subido a la banqueta de mimbre estiraba el cuello y oblicuo veía allá abajo en la calle los restos de lo que alguna vez había sido un auto. Un montón de chapas oxidadas, quemadas, contraídas. Un cadáver urbano abatido contra el empedrado—pensaba—y está bien, muy bien—rumiaba. El tipo que quemó ese auto adrede o no, es alguien que posee la desdicha de la inteligencia—argumentaba—, es alguien que entendió la vida, que supo de qué carajo se trata esto de vivir—y amasaba pan, solo, y nadie iría a contrariarlo.
–-Porque la vida cuando se entiende, o hay que adormecerla en el fraude del amor, ese hechizo berreta, o hay que quemarla, o las dos cosas. Te explico, los autos no vuelan, los autos se arrastran, a lo sumo se deslizan. Son terrestres, opacos, previsibles, inexorables. Eso, así son, inexorables, tanto como los seres humanos, que tampoco vuelan. La civilización es posible por eso. Advierto que despojo el término civilización de todo contenido—digamos—ético, y digo civilización como para decir todo esto que existe. Debo aclarar que hoy no ando interesado en los resultados de los quehaceres humanos—hoy me concierne tan solo la esencia— y la civilización es posible por eso, por la lentitud, porque el hombre no vuela. De otra forma nada podría haber sido. Bueno, mucho que digamos de todas maneras no hubo, pero, si me apuran y debo echar mano de una prueba de la existencia de Dios, digo eso, la prueba irrefutable de que Dios existe es que el hombre no puede volar. Pienso, se me ocurre, que a Dios debe agradarle la existencia humana, por eso creó la lentitud, el hombre es lento, el hombre camina, navega, es terrestre, no vuela. Y cuando llega, carajo, tarda pero cuando llega todo concluye, todo: el misterio, la dicha, la música, el sabor, la vida, todo. Esa demora del desplazamiento humano hizo elaborable y valiosa la cuestión del tiempo, o sea, unos hombres construyendo murallas mientras otros están por llegar. Cuestión de tiempo.
Hacía pan el aviador, escuchando radio en la mesa de la cocina de su casa del último piso para tener con quien pelear, y a los gritos discutía con los opinadores de profesión, sin antipatías personales, así como en un juego que, como debe ser, jugaba con suma seriedad. Es decir, oía la radio y se enojaba en serio, contradecía, refutaba, argüía, memorizaba textos, argumentaba, traía eventos al altercado imaginario, aconteceres de la historia, epopeyas de entrecasa, documentos irrebatibles y confesiones secretas que aseveraba saber de buena tinta—desconocen la historia, viven de la opinión, carajo, viven de la opinión y desconocen la historia–decía, alterado, meneando la cabeza y amasando pan.
Las citas que refería, algo dudosas en su literalidad pero fieles en su significado—descontando lo subjetivo, claro—, eran mayormente de Scalabrini Ortiz, Jauretche, esa gente, incluso John William Cooke, hasta Palacios. Los citaba a ellos porque era un aviador nacionalista. Nacionalista, sí, ¿qué?—desafiaba. No le importaba en absoluto la cercanía esa de la zeta. Era nacionalista, y la zeta es—decía cuando tenía que decir—, la última letra de una de las tres maravillas que nos quedan, el abecedario. No, las otras dos no las nombro, no hace falta, ya se sabe cuáles son.
Menos volar—creía el aviador—todo es acaso esta inmensa espera. Esta incisiva agonía de la luz y los días yéndose cosidos a la tierra siempre lastimados en las mismas palabras. Menos volar, es este silencio de hacer pan y un agujero por donde mirar el aire. Porque todo es conjeturas, cenizas de recuerdos o esa suma de sabidos sustantivos que tratan de sesgar el dolor del epílogo, inalterable epílogo, impasible. Menos volar, es aguardar que pronto Dios abroche el telón y declare la noche.
Amasaba. Transpiraba. Ya no evocaba aquella voz tan perfecta como el aire, la espalda un óleo áureo poblado de mañanas inocentes, el manso orillo de sábanas revueltas y esa risa casi secreta, sin jaulas, aljibe de otoño, ecos mecidos en los senderos propicios del viento.
Eso sí, aun se preguntaba de qué servía ser un aviador nacionalista o qué era eso, pero no le importaba tanto como para abandonar la causa, moriría nacionalista, que no había nacido para traicionar ni mucho menos traicionarse, qué joder.
Aire, la cercanía de tu hondo misterio dándome los materiales fundantes de lo que soy. Aire, destejido prisma de mi identidad, formato mismo donde supe mi destino, aprendizaje paradojal de ser humano en lo inhumano. Aire, matices grises y azulados, el color de mi último deseo. Yo supe que es azul el mar, es verde intenso, acaso gris o violáceo. El mar, conocí su tregua entre rugido y rugido y vi a sus costados las líneas irregulares de piedras, arenas, tierras, otros verdes, casitas. Desde el aire vi una casa blanca de terrazas rojas del otro lado del trazado terminal, y fue una postrera felicidad conjeturar que quienes vivían en esa casa blanca deshabitada a orillas del mar quizás hayan sido vanamente felices.
La noche dejaba de ser noche en esos racimos en llamas que como nervios de cenizas, iban clareando los techos de los hangares del aeródromo de Don Torcuato. Era todo tan obvio, tanto como que en la más pura pureza del aire se revolvieran lenguas rojizas preanunciando definitivos amarillos. Lo supo, es el sol, pensó el aviador, y mejor así, su majestad, el sol. Rió sin saber de dónde le vino esa frase cursi digna de un animador de televisión, y remató el asunto empeorándola al concebir que como toda majestad, el sol es egocéntrico, un astro empeñado en el ejercicio de la indiferencia. Mejor así. Si algo espero de este día, es eso, indiferencia.
Un racimo tu boca, otro sur.
En la cornisa de tus ojos,
mis letras.
Miniatura el futuro,
una falacia la muerte.
--Hola, amigazo, eeeh, tanto tiempo, ¿qué anda haciendo por acá y tan temprano?
--No, nada, vine a pegarle una enjuagada a Pajarito, ando con ganas de venderlo.
Don Ignacio iba con sus mil llaves abriendo los galpones, despertando avioncitos, como le gustaba decir. --Falta que los tape de noche, nada más, o que les acerque tostadas con miel al amanecer. Uno se encariña, vio. Vaya, allá anda Pajarito, extrañándolo. Limpieló, ahí adentro del galpón tiene las mangueras, todo.
Profusas en el piso las primeras manchas de luz como hojas amarillas, pétalos de sol. El aviador supo entonces recordar una muñeca que reía o lloraba por las calles de la ciudad, supo su voz diciendo volemos, volemos, contradigamos a Dios. No entendió qué ecos venían a menoscabar qué leyendas, y sonrió sabiendo que la memoria es imaginación. Se acercó a su vieja avioneta, a Pajarito, le echó unos pocos litros de nafta, entró a la cabina, destapó el pote que llevaba en el bolso, puso sus manos en la harina, y ya engrudadas, encendió el motor. Salió despacio del hangar, carreteó conocidamente la pista y ante la atónita mirada de don Ignacio, alzó la palanca central y subió, subió, voló.
Desparejos cuadrados, triángulos irregulares, lamparones ocres, pardas acuarelas, desteñidos descampados, intentos de nada, chapas gastadas, árboles raídos, todo vetusto como en una foto del pasado. ¿Qué es buscarte sin siquiera el deseo de encontrarte? Y allá no tan lejos, el río y el enredado laberinto de las islas y más cerca los techos alquitranados de los colectivos. Parpadear en la orla de lo fastuoso, sumirse en la diáfana exquisitez del único sacramento certero, librarse de arteras seguridades, sentir nuevamente el placer de la sospecha, volar. Cucarachas parecían desde el aire, cucarachas multicolores parecían en la Panamericana los autos yendo y viniendo vaya uno a saber por qué. Las personas parecían nada, parecían eso, personas.
Harina, agua entibiada, sal y el aire celeste incorpóreo, inmaculado e informe, y un silencio como deshaciéndose contra la piel y en el tablero la aguja del oil clavada en el infierno del cero, clavada en el barranco veteado de los días, atornillada en la zeta. Hundía en la harina sus manos o alas, miraba la tersura veteada de todo, allá, allá abajo es el fondo de todo, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan. Los dedos llenos de engrudo, la vida en el aire, lo otro es tierra, es suelo.
Un leve toque a la palanca y una elipsis que empieza a trastocar el paralelo en perpendicular. El día se portó bien, con su sol, sus cuatro o cinco nubes, es decir, fue perfecto, perfectamente indiferente. El cielo fue aire, el suelo será siempre suelo, y la vida ya nunca más la imaginación de la memoria.
Hoy Antaño (poesía)
antaño la pesadumbre,
brisas del río,
las fábulas que fumábamos,
la minoridad de los rencores.
hoy, los días desgajan
en la calidez del silencio,
en la rutina de ya
no esperar.
brisas del río,
las fábulas que fumábamos,
la minoridad de los rencores.
hoy, los días desgajan
en la calidez del silencio,
en la rutina de ya
no esperar.
jueves, septiembre 17, 2009
Gente que he conocido
El Capitán
Llegué una mañana a la vieja casona del Programa Andrés en Villa Adelina, la casa fundacional, la de la calle Las Calandrias y la avenida Ader, y ahí estaba el Capitán, durmiendo acurrucado en el piso entre dos cuchetas y sobre una frazada. Había llegado a la madrugada y los pibes que vivían en la casa le dieron asilo. Yo estaba acostumbrado a cuestiones de ese tipo, era uno de los tres directores y estaba entrenado para resolver imprevistos aun mucho más complejos. Lo desperté zamarreándolo suavemente para preguntarle quién era y qué le pasaba—buenos días—me dijo—soy fulano de tal, Capitán del Ejército Argentino. Lo dijo con voz grave y seca, y la verdad, yo esperaba cualquier chamuyo menos ese. Le contesté—bueno, Capitán, levantáte y vamos a desayunar, después hablamos. Tendría unos treinta años, era retacón, llevaba el pelo bien corto y bigotes gruesos, es decir, daba el target, pero no le creí. No sé, intuición, pero no le creí. Ya con el café con leche y entre las miradas escépticas y burlonas de los demás pibes que estaban en la casa tratando de rehabilitarse de su adicción a las drogas,—serían en total unos veinte, además de Kike y yo que éramos los coordinadores—largó el primer cuento: que era paracaidista y en un salto conjunto fallido, su compañero y mejor amigo había muerto estrellado. Subrayó detalles, y la consecuencia fatal del final la narró con emoción y dolor. Lo escuchamos mientras untábamos la manteca y revolvíamos las tazas, sin emoción, con curiosidad; de entrada nomás, ninguno de nosotros le creyó. Fue su primer delirio. Y no lo digo en sentido técnico, empleo el término según el uso callejero. El Capitán nos estaba delirando, chamuyando, bah. Cuando supo que no podía quedarse, que había una suma de requisitos a cumplir, como ser entrevistas previas, deseo genuino de cortarla con la falopa, aprobación del grupo y otras, es decir, que no era llegar a la madrugada y echarse a dormir y listo, escenificó una crisis: se tiró al piso, pataleó, gritó, nos amenazó con volver con el cuerpo de paracaidistas, nos trató de desalmados y finalizó puteando que si no lo aceptábamos inmediatamente se suicidaría allí mismo. Le contestamos que lo esperábamos tal día a tal hora para empezar el proceso de admisión, que queríamos ayudarlo a zafar de las drogas pero que ahí y entonces no podría quedarse. Insistió con lo del suicidio y con lo de nuestra crueldad, hasta que le sugerimos que se suicidara pero de la vereda para allá, adentro de la casa, no. Bajo su mirada desafiante lo enfilamos para la puerta y ya en la vereda, salió enojadísimo y a paso decidido rumbo a la esquina de la avenida Ader. Cerramos. Continuamos con nuestra tarea del día. A los diez minutos el tipo de la Gomería de la vuelta tocó timbre para decirnos—che, ahí en la avenida hay tirado sobre el asfalto uno que seguro es de ustedes. Al asomarnos lo vimos. El Capitán se había acostado en el cemento de Ader con los brazos y las piernas bien estirados, tanto, que parecía una enorme equis interrumpiendo el denso tráfico. Los colectivos y los autos le pasaban al lado despacito hasta que los de una camioneta se conmovieron y pararon, trataron de reanimarlo y finalmente desistieron cargándolo atrás en la caja y se lo llevaron. Corrí para tirarle el bolso que había dejado en el porche de nuestra casa mientras la camioneta arrancaba, por un tiempo no supimos nada de él. Algunas semanas después, tras una atención primaria en la guardia de un hospital de la zona y una temporadita en el Borda, apareció de vuelta, esta vez cumplió con los requisitos e ingresó en el proceso de recuperación. Siguió sosteniendo, pese a todo, ya medio en serio medio en broma, su paracaidismo y su capitanía, tanto, que como Capitán y a cuenta del Ejército, en una florería del barrio compró una inmensa ofrenda floral de regalo a un compañero que se casaba. Días después del casorio debí explicarle el significado del término mitómano al desasosegado florista que pretendía cobrar la factura. El pobre hombre saltaba de la bronca al escucharme que no teníamos ni cerca el dinero para pagarle tremenda ofrenda, sólo pudimos devolverle la canasta de mimbre y un montón de flores marchitas. Otra vez leímos, entre azorados y divertidos, la nota de tapa que le hizo el diario Clarín al Capitán Paracaidista que estaba recuperándose de su adicción producto de un estrés postraumático derivado de la muerte de su amigo y compañero. El Capi, con foto y todo, contaba la consabida fatalidad y vertía elogios a Kike y a mí por nuestra abnegada labor en el Programa Andrés. Leímos la nota en el desayuno con el Capitán mirándonos fijo, y no sabíamos si reír o llorar. Optamos por reír. Pero, entre las muchas—muchas de verdad—anécdotas del Capitán, una, creo, se destaca por sobre todas. Un fin de año, hacia la primera parte de la década del ochenta, nos fuimos todos a Villa Gessell de campamento, seríamos unos cincuenta pibes de las varias casas del Programa Andrés de entonces. Paramos en un camping del boulevard del fondo y la 112 bis, y al llegar, advertimos que no contábamos con una olla lo suficientemente grande como para cocinar para tantos. Entonces el Capi dijo—enseguida vengo. Se fue acompañado con otro pibe hasta la comisaría de Gessell, se presentó como Capitán del Ejército y solicitó imperativamente el uso del teléfono. Los dos policías que atendían le dieron rápidamente el aparato. El diálogo fue el siguiente: Hola, mi Coronel. Acá el Capitán Fulano. Le estoy hablando de la comisaría de Villa Gessell, sí, sí, mi Coronel. Hemos llegado con toda la delegación sin novedad. Pero tenemos un inconveniente, sí, sí, mi Coronel, precisamos una olla de campaña, sí, sí, ah, ¿usted dice acá en la comisaría?, cómo no, mi Coronel, bien, procedo entonces, mi Coronel. Ordene Señor, perfecto, y cortó el teléfono ante la atenta mirada de los dos policías que jamás imaginaron que del otro lado de la línea no había nadie escuchando, mucho menos un Coronel. A paso siguiente y con la misma postura, les explicó a los policías que estaba al mando de un grupo de paracaidistas que venían a realizar una serie de saltos de exhibición sobre la costa el fin de semana próximo, y precisaba una olla grande de campaña para hacer la comida de la delegación. Un par de horas después, llegó al camping un patrullero preguntando por el Capitán: venían con el baúl semi abierto pues la inmensa olla que cargaban no permitía cerrarlo del todo. No sé qué será hoy de la vida del Capitán, paso mucho tiempo, unos veinticinco años, me fui del Programa Andrés en el año 1986, y lo único que puedo decir es que todo esto que he narrado realmente sucedió.
Llegué una mañana a la vieja casona del Programa Andrés en Villa Adelina, la casa fundacional, la de la calle Las Calandrias y la avenida Ader, y ahí estaba el Capitán, durmiendo acurrucado en el piso entre dos cuchetas y sobre una frazada. Había llegado a la madrugada y los pibes que vivían en la casa le dieron asilo. Yo estaba acostumbrado a cuestiones de ese tipo, era uno de los tres directores y estaba entrenado para resolver imprevistos aun mucho más complejos. Lo desperté zamarreándolo suavemente para preguntarle quién era y qué le pasaba—buenos días—me dijo—soy fulano de tal, Capitán del Ejército Argentino. Lo dijo con voz grave y seca, y la verdad, yo esperaba cualquier chamuyo menos ese. Le contesté—bueno, Capitán, levantáte y vamos a desayunar, después hablamos. Tendría unos treinta años, era retacón, llevaba el pelo bien corto y bigotes gruesos, es decir, daba el target, pero no le creí. No sé, intuición, pero no le creí. Ya con el café con leche y entre las miradas escépticas y burlonas de los demás pibes que estaban en la casa tratando de rehabilitarse de su adicción a las drogas,—serían en total unos veinte, además de Kike y yo que éramos los coordinadores—largó el primer cuento: que era paracaidista y en un salto conjunto fallido, su compañero y mejor amigo había muerto estrellado. Subrayó detalles, y la consecuencia fatal del final la narró con emoción y dolor. Lo escuchamos mientras untábamos la manteca y revolvíamos las tazas, sin emoción, con curiosidad; de entrada nomás, ninguno de nosotros le creyó. Fue su primer delirio. Y no lo digo en sentido técnico, empleo el término según el uso callejero. El Capitán nos estaba delirando, chamuyando, bah. Cuando supo que no podía quedarse, que había una suma de requisitos a cumplir, como ser entrevistas previas, deseo genuino de cortarla con la falopa, aprobación del grupo y otras, es decir, que no era llegar a la madrugada y echarse a dormir y listo, escenificó una crisis: se tiró al piso, pataleó, gritó, nos amenazó con volver con el cuerpo de paracaidistas, nos trató de desalmados y finalizó puteando que si no lo aceptábamos inmediatamente se suicidaría allí mismo. Le contestamos que lo esperábamos tal día a tal hora para empezar el proceso de admisión, que queríamos ayudarlo a zafar de las drogas pero que ahí y entonces no podría quedarse. Insistió con lo del suicidio y con lo de nuestra crueldad, hasta que le sugerimos que se suicidara pero de la vereda para allá, adentro de la casa, no. Bajo su mirada desafiante lo enfilamos para la puerta y ya en la vereda, salió enojadísimo y a paso decidido rumbo a la esquina de la avenida Ader. Cerramos. Continuamos con nuestra tarea del día. A los diez minutos el tipo de la Gomería de la vuelta tocó timbre para decirnos—che, ahí en la avenida hay tirado sobre el asfalto uno que seguro es de ustedes. Al asomarnos lo vimos. El Capitán se había acostado en el cemento de Ader con los brazos y las piernas bien estirados, tanto, que parecía una enorme equis interrumpiendo el denso tráfico. Los colectivos y los autos le pasaban al lado despacito hasta que los de una camioneta se conmovieron y pararon, trataron de reanimarlo y finalmente desistieron cargándolo atrás en la caja y se lo llevaron. Corrí para tirarle el bolso que había dejado en el porche de nuestra casa mientras la camioneta arrancaba, por un tiempo no supimos nada de él. Algunas semanas después, tras una atención primaria en la guardia de un hospital de la zona y una temporadita en el Borda, apareció de vuelta, esta vez cumplió con los requisitos e ingresó en el proceso de recuperación. Siguió sosteniendo, pese a todo, ya medio en serio medio en broma, su paracaidismo y su capitanía, tanto, que como Capitán y a cuenta del Ejército, en una florería del barrio compró una inmensa ofrenda floral de regalo a un compañero que se casaba. Días después del casorio debí explicarle el significado del término mitómano al desasosegado florista que pretendía cobrar la factura. El pobre hombre saltaba de la bronca al escucharme que no teníamos ni cerca el dinero para pagarle tremenda ofrenda, sólo pudimos devolverle la canasta de mimbre y un montón de flores marchitas. Otra vez leímos, entre azorados y divertidos, la nota de tapa que le hizo el diario Clarín al Capitán Paracaidista que estaba recuperándose de su adicción producto de un estrés postraumático derivado de la muerte de su amigo y compañero. El Capi, con foto y todo, contaba la consabida fatalidad y vertía elogios a Kike y a mí por nuestra abnegada labor en el Programa Andrés. Leímos la nota en el desayuno con el Capitán mirándonos fijo, y no sabíamos si reír o llorar. Optamos por reír. Pero, entre las muchas—muchas de verdad—anécdotas del Capitán, una, creo, se destaca por sobre todas. Un fin de año, hacia la primera parte de la década del ochenta, nos fuimos todos a Villa Gessell de campamento, seríamos unos cincuenta pibes de las varias casas del Programa Andrés de entonces. Paramos en un camping del boulevard del fondo y la 112 bis, y al llegar, advertimos que no contábamos con una olla lo suficientemente grande como para cocinar para tantos. Entonces el Capi dijo—enseguida vengo. Se fue acompañado con otro pibe hasta la comisaría de Gessell, se presentó como Capitán del Ejército y solicitó imperativamente el uso del teléfono. Los dos policías que atendían le dieron rápidamente el aparato. El diálogo fue el siguiente: Hola, mi Coronel. Acá el Capitán Fulano. Le estoy hablando de la comisaría de Villa Gessell, sí, sí, mi Coronel. Hemos llegado con toda la delegación sin novedad. Pero tenemos un inconveniente, sí, sí, mi Coronel, precisamos una olla de campaña, sí, sí, ah, ¿usted dice acá en la comisaría?, cómo no, mi Coronel, bien, procedo entonces, mi Coronel. Ordene Señor, perfecto, y cortó el teléfono ante la atenta mirada de los dos policías que jamás imaginaron que del otro lado de la línea no había nadie escuchando, mucho menos un Coronel. A paso siguiente y con la misma postura, les explicó a los policías que estaba al mando de un grupo de paracaidistas que venían a realizar una serie de saltos de exhibición sobre la costa el fin de semana próximo, y precisaba una olla grande de campaña para hacer la comida de la delegación. Un par de horas después, llegó al camping un patrullero preguntando por el Capitán: venían con el baúl semi abierto pues la inmensa olla que cargaban no permitía cerrarlo del todo. No sé qué será hoy de la vida del Capitán, paso mucho tiempo, unos veinticinco años, me fui del Programa Andrés en el año 1986, y lo único que puedo decir es que todo esto que he narrado realmente sucedió.
martes, septiembre 08, 2009
Gente que he conocido
El Tata Muñoz
Tenía la mirada ladeada, el cigarro mordido en los labios y la mueca sobradora, esa inocultable impronta de gente del interior aquerenciada en alguno de los barrios de Buenos Aires, y acaso su mayor virtud, era ser un eximio jugador de billar y un gran conversador de truco. Cuando lo conocí, en un mugroso bar de los fondos del Martínez de entonces, el Tata vivía con su madre ya anciana en un conventillo de los de antes, esos de extendida longitud, los de piezas en hilera con puertas al gran patio y baño compartido. Acusaba algo más de sesenta, era pintor de paredes y había sido colectivero, pero el exceso de coñac barato le había jugado en contra. Tuve que largar, se me cruzaban los árboles, nene, la calle se me angostaba, me bajé del bondi antes de hacer un desastre, me dijo una madrugada larga desde sus ojos vidriosos. Alto, morochón, de tez aceitunada, aficionado a silbar tangos, llevaba puesto en lo alto de la cresta un jopo renegrido y entrecano aquietado con Glostora y cuidado con esmero. Siempre vestía camisa celeste y pantalón azul sostenido en un cinturón de cuero ancho, calzaba mocasines o de vez en cuando alpargatas con cordones. Los jueves y algunos sábados, el Tata se empilchaba e iba a picaflorear a Nino, una confitería bien grasa de Libertador, a la altura de Olivos. De ahí, entre cumbias y boleros, sujeto a las fortunas del levante, arrancaba hasta cualquier hotelucho con alguna morocha—pardas, las llamaba él, resignado. Pero lo suyo no era el amor, era el boliche, las barajas, y el billar. Se jugaba al Monte lo que no tenía, la del morfi del otro día y, como el que juega por obligación pierde por necesidad, se quedaba sin un cobre y cruzado de brazos con los ojos fijos en las pilitas de barajas que ya le habían fatalmente determinado su suerte. Eso sí, al billar no perdía. Siempre hacía la misma, cuando enganchaba algún gil que no lo conocía, lo desafiaba por plata y se dejaba ganar ahí, por poquito, el primer partido, doblando o hasta triplicando la apuesta para la revancha. Entonces ganaba apenas por un par de carambolas y otra vez subía la apuesta para la tercera partida haciéndose así de unos buenos mangos. Me acuerdo de una noche que peló al billar a un guitarrista medio conocido, uno que tocaba en un conjunto de ponchos colorados. Le sacó unos cuántos billetes con la misma triquiñuela de siempre. Esa vez, cuando volvió al estaño me guiñó el ojo y afirmó severamente, tengo el garbanzo de toda la semana, nene. Sonriendo, advertí, guardala, Tata, no te la escolasiés. Me relojeó de costado con desprecio y pidió otro coñac. Al rato andaba entreverado en la mesa del Monte, perdió la de él y la que le había ganado al folclorista. Volviendo al mostrador a que le fiaran el último coñac, casi sin mirarme y sin pasión, se justificó: qué querés, la carne es débil, nene.
Tenía la mirada ladeada, el cigarro mordido en los labios y la mueca sobradora, esa inocultable impronta de gente del interior aquerenciada en alguno de los barrios de Buenos Aires, y acaso su mayor virtud, era ser un eximio jugador de billar y un gran conversador de truco. Cuando lo conocí, en un mugroso bar de los fondos del Martínez de entonces, el Tata vivía con su madre ya anciana en un conventillo de los de antes, esos de extendida longitud, los de piezas en hilera con puertas al gran patio y baño compartido. Acusaba algo más de sesenta, era pintor de paredes y había sido colectivero, pero el exceso de coñac barato le había jugado en contra. Tuve que largar, se me cruzaban los árboles, nene, la calle se me angostaba, me bajé del bondi antes de hacer un desastre, me dijo una madrugada larga desde sus ojos vidriosos. Alto, morochón, de tez aceitunada, aficionado a silbar tangos, llevaba puesto en lo alto de la cresta un jopo renegrido y entrecano aquietado con Glostora y cuidado con esmero. Siempre vestía camisa celeste y pantalón azul sostenido en un cinturón de cuero ancho, calzaba mocasines o de vez en cuando alpargatas con cordones. Los jueves y algunos sábados, el Tata se empilchaba e iba a picaflorear a Nino, una confitería bien grasa de Libertador, a la altura de Olivos. De ahí, entre cumbias y boleros, sujeto a las fortunas del levante, arrancaba hasta cualquier hotelucho con alguna morocha—pardas, las llamaba él, resignado. Pero lo suyo no era el amor, era el boliche, las barajas, y el billar. Se jugaba al Monte lo que no tenía, la del morfi del otro día y, como el que juega por obligación pierde por necesidad, se quedaba sin un cobre y cruzado de brazos con los ojos fijos en las pilitas de barajas que ya le habían fatalmente determinado su suerte. Eso sí, al billar no perdía. Siempre hacía la misma, cuando enganchaba algún gil que no lo conocía, lo desafiaba por plata y se dejaba ganar ahí, por poquito, el primer partido, doblando o hasta triplicando la apuesta para la revancha. Entonces ganaba apenas por un par de carambolas y otra vez subía la apuesta para la tercera partida haciéndose así de unos buenos mangos. Me acuerdo de una noche que peló al billar a un guitarrista medio conocido, uno que tocaba en un conjunto de ponchos colorados. Le sacó unos cuántos billetes con la misma triquiñuela de siempre. Esa vez, cuando volvió al estaño me guiñó el ojo y afirmó severamente, tengo el garbanzo de toda la semana, nene. Sonriendo, advertí, guardala, Tata, no te la escolasiés. Me relojeó de costado con desprecio y pidió otro coñac. Al rato andaba entreverado en la mesa del Monte, perdió la de él y la que le había ganado al folclorista. Volviendo al mostrador a que le fiaran el último coñac, casi sin mirarme y sin pasión, se justificó: qué querés, la carne es débil, nene.
domingo, agosto 30, 2009
Sueñitos: una utopía
Sueñitos comporta una suma intensa de alegrías que—en mi parecer—, exceden su razón de ser como jardín maternal inserto en un barrio de extrema pobreza. Me refiero, por ejemplo—y por cierto, con mucha alegría—a Sueñitos como otro signo que permite la constatación de que las utopías no son, ni mucho menos, aquello irrealizable ni el sitio abstracto e idealizado al cual nos es vedado acceder. Erran quienes piensan de tal modo, pues utopía es ciertamente lo que aun no hemos realizado. Ocurre que se nos ha dicho, en nombre y a favor de las aritméticas adueñadas del mundo, que las eutopías no existen, que sólo son ilusiones, el lugar quimérico al que jamás llegaremos, algo infantil e idílico que contrasta con las lógicas impasibles que rigen la realidad. Jamás creí en ello, he sido toda la vida un utópico, incluso reniego de esa sentencia tan recurrente que reduce toda utopía a una mera zanahoria puesta allá adelante: eso de que la utopía sólo sirve para caminar, o sea, caminar a sabiendas que los sueños se componen de materiales ilusorios, que nunca llegaremos a ninguna realización, cambio, modificación, lugar. Definiciones de ese tipo están al servicio de nuestra domesticación, nuestra inoperancia, quietud, y contribuyen a legitimar la claudicación ante toda alternativa de trastocar este mundo injusto en un escenario más emparentado con la bondad y la solidaridad, con la promoción genuina e integral de lo humano. Prefiero, aunque suene cursi, creer que si podemos soñarlo, podemos hacerlo. La ecuación no es tan ardua ni compleja, tiene que ver con nuestro deseo, nuestras reales perspectivas, nuestros valores y nuestros propósitos. Dicho de otro modo, tiene que ver con el rumbo y el sentido que queramos imprimirle a nuestra existencia. “Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”, lo dijo Martin Luther King, estoy absolutamente de acuerdo, pues la respuesta personal al interrogante acerca de qué es en realidad la vida está dada en el modo en que vivimos. Nunca en el mundo hubo tanta necesidad, tanta injusticia y desigualdad. Más de mil millones de personas en el mundo, uno de cada seis habitantes, están desnutridos y no tiene qué comer. Hay tanto, entonces, por hacer, tanto por soñar, porque no sólo aún es posible sino que es preciso soñar. Hace unos meses visitó Sueñitos una profesional de la educación con un cargo en el Gobierno de la Ciudad, estuvo toda una tarde, al día siguiente nos envió por e-mail un informe, en una estrofa del mismo decía: ahí se respira la utopía. Quienes hacemos Sueñitos sencillamente vimos una necesidad, soñamos una alternativa, edificamos un proyecto, el resultado es Sueñitos como jardín maternal. Esto es, lo estamos edificando día a día, cada uno, muchos, en roles distintos, juntos, en cada bienvenida, abrazo, palabra, beso, pañal cambiado, caricia, plato de comida servido, juego, en el cálido hasta mañana de todos los días. Bueno, claro, es que se trata de una utopía, o sea, de una fascinante realidad realizada que debe seguir siendo realizada cada día.
sábado, agosto 22, 2009
El Gol, o el funcionamiento del mundo (relato)
El río nuestro, -el mismo por el cual y según Borges vinieron a los tumbos los barquitos pintados a fundarnos la patria-, estaba esa tarde sereno y alerta como un perro viejo celando su único hueso. Parecía, el río, un tazón gigante rebasado de Vascolet con su agüita llegando cansada y espumosa a sacudir los juncos que habitan la orilla. Ese beso fugaz de las aguas siempre dejaba, como en el tango, como en la vida, trazos bucólicos y silvestres en ese rincón del barrio. Porque el río para nosotros era eso, un rincón más del barrio. Por allá, donde el murallón en su parte más rotosa se intrusa como una espada indolora en el vientre pizpireto de las olitas mansas, cinco o seis pescadores fuman y toman mate velando la mezquina, ambigua suerte de sus anzuelos. De pronto uno pega el salto, trota rápido unos pasos y con un suave golpe hacia atrás de la caña se abandona a la presurosa rutina de ovillar la tanza. Los aledaños parecieran suspenderse en la crucial nimiedad de ese puño girando frenético la manivela del reel, y al fin y sin más, asoma sus vergüenzas una ristra tristona de anzuelos descarnados. La famélica aparición suelta en sus compañeros risas arteras y uno que otro comentario jocoso. Son voces que remontan un vuelo bajo y lentas se deshacen entre las ramas de los viejos árboles que, aun señoriales, cobijan el terraplén y las vías. El hombre en cuestión desestima las afectuosas afrentas con una hosca sonrisa, y encorvando su silencio sobre el piso de cemento salpicado de sangre seca de bagres y escamas endurecidas, vuelve a encarnar, controla los nudos, atisba los vientos, y destrabando el reel se irgue en la insistida ceremonia de arrojar sus ingenuas trampas al agua. Hendiendo el aire, el recorrido del nylon concluye en el redondo estallido de la plomada contra el lomo del río, y al hundirse, renueva la ilusión dejando—como es debido--la existencia en el lugar de los anhelos. Entonces miro hacia arriba y bien en lo alto del espigón, la descascarada pared de la casamata que en un tiempo supo ser un mirador refugio de la Prefectura. Ahí, junto a una estrella roja y asimétrica un día habíamos escrito con sintético al pincel, la C, la H y la E, junto a la frase: nosotros no le creemos a la muerte; y un poco más acá: Marijuana, qué sería todo esto sin ti. Bueno, la de Marijuana es una historia tan bella como cualquier otra y que ya conté demasiadas veces. Pegále al arco, pibe, gritan de tanto en tanto los pescadores que entretienen su espera mirando de reojo el picado que jugamos ahí abajo en la arena.No le creíamos a la muerte y no teníamos dudas, el río era un mar oscuro y dulce que mezclaba sueños sin mentiras con las cándidas pasiones del deseo. Discutíamos a los gritos, sangrábamos conceptos, éramos severamente irresponsables. Hoy, después de tanto, aun me atrevo a mirarme y veo entre mis dedos el herrumbre de las viejas trincheras que sigo habitando, oigo mi risa anacrónica negándose a la agonía, supe la traición, y arrastro un aullido callado y perpetuo en la garganta. Mejor dicho, amurado a los años empecé a sospechar de lo imposible, --todo tan ramplón, tan numerario, coyuntural-, pero aun me parezco, no soy lo otro, no soy aquello, ese temido reverso, la nada, esa detestada incondición de vivir. Escribir. Narrar. Vivir para contar. Acaso ese destino sea el que contenga el sentido. Quizás el sentido resida en la memoria, contar lo que alguna vez no sucedió, añorar aquello que pudo haber sido, aprender que ganar o perder son las dos caras de una misma falacia, que los discursos son siempre una deformación de la palabra, que cuando caía del cielo era bajarla con el pecho y amagar de zurda y con el arco a tres metros, enganchar una vez más y tocar para atrás con tal de que el juego siguiera. Dejáte de joder, pibe, pegále al arco. La extrañeza del gol. El gol, esa anomalía, esa vulgar y absurda finalidad, esa incongruencia que detiene el juego, lo interrumpe, lo obstruye. La peor obra de arte es la que se termina. Sólo queda colgarla de un clavo en la pared o imprimirla, exponerla, observarla, abandonarla, todo, menos vivirla. A una obra de arte terminada ya no se la puede vivir. La vida es mientras se hace, el fútbol mientras se juega. “Haciendo”, eso significa poiesis: haciendo, porque poeta es el que vive así, haciendo. Una poesía nunca está terminada y no obstante, hay quienes juegan al fútbol pensando que el arco es la estación final del juego, y así viven, ignorando que lo peor de la fantasía es su realización, su culminación; un bagre o una boga enganchada del anzuelo no cambia la vida de nadie, a lo sumo, tan sólo acerca un sentido discutible. Pescar es la espera, es mirar desde el anhelo, soñar, jugar, creer. Pibe, pegále al arco, terminá la jugada. Terminar de jugar, no, ¿no leíste?: nosotros no le creemos a la muerte. Calle Pacheco al fondo, la bajada, las vías, el bar de Fran, la casilla de la cruz roja, el río, dejar la ropa en un montón, bajar a los saltos la escalera derruida, y jugar. Jamás el fútbol fue una mejor maravilla que ahí sobre esa arena dura y oscura, ese paraíso plano, profano y perfecto, esa playa, la del río de Martínez. Un límite era allá lejos la realidad de todo lo que el hombre había edificado, el otro, la línea del agua. Nueve o diez de cada lado, jugar, llevarla en el empeine, sentir esa caricia, trotar, arrancar de golpe, pero todo no es más que un amague y frenar en un centímetro. Hacé los goles la p… Tocar y reír, jugar, tocar y saltar esquivando el viandazo, seguir jugando y otra vez arrancar y frenarse y el mundo que pasa de largo porque lo que se impone es patear al arco en vez de frenarse y saborear ese instante. Sí, está bien, el gol es parte del juego, pero es eso, una parte. Al gol lo han absolutizado los que hicieron del juego una pobre e insidiosa mediación hacia la victoria, esos que todo lo mercantilizan, y así estamos. Entonces la vida y uno engancha y quiere explicar, esa desesperación, la desesperación de querer explicarse uno mismo mientras alegan que todo consiste en refugiarse entre números y ladrillos. Construir un refugio, patear al arco, ganan los que hacen goles. Pero yo no quería refugios. Tenía el río y esa playa y no le creíamos a la muerte y volábamos como pájaros curiosos en el atardecer de nuestra adolescencia. Hoy, después de tanto, fui juntando preguntas: ¿el río nuestro estará todavía habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula? ¿Alguien en las arenas de ese dejado y oscuro paraíso hará ahora otro vano enganche para seguir jugando en vez de pegarle al arco? Ya sé, este es un mundo de goles y de conclusiones, y aquella tarde entre risas y después del enésimo enganche, ni siquiera lo vi venir. No alcancé ni a saltar. Me agarró a la altura de la rodilla, caí cerca del agua, me costó levantarme. Después vino ese rato donde vos rengueás y los que te quieren te explican el funcionamiento del mundo. Mientras con ayuda iba subiendo la escalera del murallón, alcé la vista y volví a leer las tres letras y todo lo que habíamos escrito. Está bien, cada cual cree lo que quiere o lo que puede, y el que no quiera enganchar que siga y le pegue al arco. El tiempo debe haber borrado aquellas frases, eso también lo sé. Pasaron más de treinta años. Pero me hago cargo y no tengo ningún problema en decirlo: cualquier día de estos, amago a pegarle al arco y engancho y voy y escribo todo aquello de nuevo.
Descripción del hallazgo (poesía)
aljibe la vida / borbollón,
hondo pozo de palabras luz,
tenaz indagación,
murmullo / lágrima caída,
gemido, horas sepias,
búsqueda, espera,
hallazgo y en las manos el deseo
se hace silueta,
y pérdida.
hondo pozo de palabras luz,
tenaz indagación,
murmullo / lágrima caída,
gemido, horas sepias,
búsqueda, espera,
hallazgo y en las manos el deseo
se hace silueta,
y pérdida.
viernes, agosto 21, 2009
Martínez, mi barrio (fragmento)
…aquel Martínez silvestre y proletario, entrevero de quintas y gringos, carros y potreros, que hoy ya no existe salvo en el recuerdo. El barrio era como un vecindario echado sobre una interminable llanura, poblado de personajes todos dignos de la novela que Borges nunca escribió. Un lugar edificado sin más consultas que la embrollada memoria que trajeron sus habitantes venidos de las geografías más lejanas. Las calles de tierra y desparejas, estaban bordeadas por unas zanjas de aguas servidas donde todos sabíamos que por nada del mundo debíamos tropezar. La de la vuelta de mi casa se tuteaba con la leyenda, pues ahí mismo, en Monteagudo al 1700, se libraban todas y cada una de las batallas del barrio, y era donde con esfuerzo y alegría, las cometas, estrellas y media bombas subían hasta los cielos.
También ahí estaba la cancha oficial de bolitas del hoyo y la troya a una quema, y la única pista aceptada del turismo carretera de los bólidos de plástico rellenos con plomo, sujetados con un largo tornillo y amortiguados a resorte. Nobles autitos de propulsión a mano, miniaturas del viejo Turismo de Carretera que aventurados hacia la soñada victoria corrían por estrechos senderos polvorientos esquivando latas, vidrios y cascotes. Aptos todo terreno, sus ruedas eran las tapitas de goma de los frascos de penicilina que los pibes sabían encontrar en la basura de la vieja fábrica Squibb de la avenida Fleming.
En el ancho tiempo que el colegio dejaba libre, había quienes para "ayudar un poco en casa" trabajaban unas horas como aprendices en las muchas carpinterías, talleres y tornerías que por aquel entonces había en la zona. Pero la cosa era jugar. Jugar. Todas las horas de todos los días. A la pelota en el potrero de la calle San Juan, cazando ranas en alguna de las muchas lagunas, arriesgando las figuritas de gloriosas estampas campeonas en la fatal tapadita, o tratando de acertarle a la bolita puntera enemiga. Jugar, todo el día, no más.
El sol espiaba sin cansarse esas jornadas de zanjas y disfrutes, árboles y potreros, esa peregrinación cotidiana de quinta en quinta y asombro en asombro. Y como si luego a la hora de las penumbras no bastara aquella luna tremenda, la noche se llenaba de lamparitas de a tres por cuadra que los novios rompían con la invariable puntería que el deseo provee. Nadie tenía dudas: Sin vueltas, el barrio era todo. Todo. No había más, ni hacía falta. ¿Para qué? Techado con un cielo igual de celeste como el que había visto Belgrano cuando creó la bandera, Martínez era la tibia acuarela de una hilera de casas bajas bordeadas de todos los verdes, tirando a ocre hacia el fondo, donde los gorriones iban y venían a su antojo, y donde la vida traía a toda hora mariposas entrampadas en esas ráfagas de vientos incultos que raspaban la cara.
Las calles, lentas y fraternas, se dejaban transitar entre sus huellas por los carros lecheros y los de la Panificadora Argentina. Nos colgábamos al paso en el pescante trasero y los vascos rabiaban entre maldiciones y amenazas. Ni hablar de botelleros, mimbreros, soderos, verduleros. También, a veces, pasaban unos promisorios camioncitos repartidores de vino y algunos pocos y orgullosos autos negros y grandotes similares también en sus formas a los coches de carrera de los Gálvez, los Emiliozzi, Marimón y Marcos Ciani.
En un potrero, al costado de la canchita, en una casita armada con chapas y cartones, atada con alambres y cubierta de ramas, fundamos el barrio y determinamos su sede. En su interior, entre cigarrillos apurados sin tragar el humo y batatas asadas, nacíamos al futuro ensayando las primeras disquisiciones sobre fútbol, mujeres y otros ítems. Por supuesto que de sexo nadie sabía nada, ni la menor idea, pero igual todos posábamos de profesores.
La vida era una eternidad numerable de días que finalizaban con la ceremonia de chupar limón para que no quedara gusto a tabaco, y donde la lealtad comunitaria, hacedora de férreos códigos e inconfesables secretos, era el mayor de todos los valores. Muy pronto aprendimos y no en el colegio, que estaba absolutamente prohibido conjugar el verbo traición en cualquiera de sus tiempos y formas.
El barrio era un útero plácido y festivo, el sitio exacto y perfecto de la utopía, donde uno se siente a gusto, en su lugar. Pegaditos al cordón crecían los naranjos amargos que abastecían de municiones a las guerras de naranjazos, y las anchas veredas de baldosas amarillas se sombreaban de esos otros árboles increíbles a los que con justa razón les decían Paraísos. Unas cuadras más allá estaba el ferrocarril, esas mágicas vías del Mitre que cruzaban el ancho de la existencia de lado a lado, con el vigor y la pureza de unos trenes que por aquel entonces aun conservaban el prestigio del progreso y la fragancia jubilosa de un próspero porvenir.
Sin final ni límites precisos, Martínez era una planicie fecunda estirada hacia fronteras difusas que servían de pretexto a relatos fantásticos y cuentos inverosímiles. Era un cosmos crucial y absoluto que distraído hacia el Este, se fugaba misterioso rumbo al ensueño amarronado del río de los Anchorena. Inmenso, inasible y desproporcionado, el Anchorena era tan manso como furioso y tan cercano y tan distante como un mar. En Martínez bastaba caminar unas cuadras desde el portón de cualquier casa para situarse a la vera inusitada de ese río tan propio y ajeno, tan como de entrecasa pero siempre indescifrable. Ese río apalabrado por las leyendas nocturnas que enhebraban sus pescadores, y que por entonces aun tenía cinco lunas de anchura y estaba habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecían la brújula.
También ahí estaba la cancha oficial de bolitas del hoyo y la troya a una quema, y la única pista aceptada del turismo carretera de los bólidos de plástico rellenos con plomo, sujetados con un largo tornillo y amortiguados a resorte. Nobles autitos de propulsión a mano, miniaturas del viejo Turismo de Carretera que aventurados hacia la soñada victoria corrían por estrechos senderos polvorientos esquivando latas, vidrios y cascotes. Aptos todo terreno, sus ruedas eran las tapitas de goma de los frascos de penicilina que los pibes sabían encontrar en la basura de la vieja fábrica Squibb de la avenida Fleming.
En el ancho tiempo que el colegio dejaba libre, había quienes para "ayudar un poco en casa" trabajaban unas horas como aprendices en las muchas carpinterías, talleres y tornerías que por aquel entonces había en la zona. Pero la cosa era jugar. Jugar. Todas las horas de todos los días. A la pelota en el potrero de la calle San Juan, cazando ranas en alguna de las muchas lagunas, arriesgando las figuritas de gloriosas estampas campeonas en la fatal tapadita, o tratando de acertarle a la bolita puntera enemiga. Jugar, todo el día, no más.
El sol espiaba sin cansarse esas jornadas de zanjas y disfrutes, árboles y potreros, esa peregrinación cotidiana de quinta en quinta y asombro en asombro. Y como si luego a la hora de las penumbras no bastara aquella luna tremenda, la noche se llenaba de lamparitas de a tres por cuadra que los novios rompían con la invariable puntería que el deseo provee. Nadie tenía dudas: Sin vueltas, el barrio era todo. Todo. No había más, ni hacía falta. ¿Para qué? Techado con un cielo igual de celeste como el que había visto Belgrano cuando creó la bandera, Martínez era la tibia acuarela de una hilera de casas bajas bordeadas de todos los verdes, tirando a ocre hacia el fondo, donde los gorriones iban y venían a su antojo, y donde la vida traía a toda hora mariposas entrampadas en esas ráfagas de vientos incultos que raspaban la cara.
Las calles, lentas y fraternas, se dejaban transitar entre sus huellas por los carros lecheros y los de la Panificadora Argentina. Nos colgábamos al paso en el pescante trasero y los vascos rabiaban entre maldiciones y amenazas. Ni hablar de botelleros, mimbreros, soderos, verduleros. También, a veces, pasaban unos promisorios camioncitos repartidores de vino y algunos pocos y orgullosos autos negros y grandotes similares también en sus formas a los coches de carrera de los Gálvez, los Emiliozzi, Marimón y Marcos Ciani.
En un potrero, al costado de la canchita, en una casita armada con chapas y cartones, atada con alambres y cubierta de ramas, fundamos el barrio y determinamos su sede. En su interior, entre cigarrillos apurados sin tragar el humo y batatas asadas, nacíamos al futuro ensayando las primeras disquisiciones sobre fútbol, mujeres y otros ítems. Por supuesto que de sexo nadie sabía nada, ni la menor idea, pero igual todos posábamos de profesores.
La vida era una eternidad numerable de días que finalizaban con la ceremonia de chupar limón para que no quedara gusto a tabaco, y donde la lealtad comunitaria, hacedora de férreos códigos e inconfesables secretos, era el mayor de todos los valores. Muy pronto aprendimos y no en el colegio, que estaba absolutamente prohibido conjugar el verbo traición en cualquiera de sus tiempos y formas.
El barrio era un útero plácido y festivo, el sitio exacto y perfecto de la utopía, donde uno se siente a gusto, en su lugar. Pegaditos al cordón crecían los naranjos amargos que abastecían de municiones a las guerras de naranjazos, y las anchas veredas de baldosas amarillas se sombreaban de esos otros árboles increíbles a los que con justa razón les decían Paraísos. Unas cuadras más allá estaba el ferrocarril, esas mágicas vías del Mitre que cruzaban el ancho de la existencia de lado a lado, con el vigor y la pureza de unos trenes que por aquel entonces aun conservaban el prestigio del progreso y la fragancia jubilosa de un próspero porvenir.
Sin final ni límites precisos, Martínez era una planicie fecunda estirada hacia fronteras difusas que servían de pretexto a relatos fantásticos y cuentos inverosímiles. Era un cosmos crucial y absoluto que distraído hacia el Este, se fugaba misterioso rumbo al ensueño amarronado del río de los Anchorena. Inmenso, inasible y desproporcionado, el Anchorena era tan manso como furioso y tan cercano y tan distante como un mar. En Martínez bastaba caminar unas cuadras desde el portón de cualquier casa para situarse a la vera inusitada de ese río tan propio y ajeno, tan como de entrecasa pero siempre indescifrable. Ese río apalabrado por las leyendas nocturnas que enhebraban sus pescadores, y que por entonces aun tenía cinco lunas de anchura y estaba habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecían la brújula.
miércoles, agosto 19, 2009
Allá en La Resbalosa (cuento)
Si había que matar, yo, Armando Quintieri, no andaba haciendo culto del cuchillo ni del coraje ni de nada de todo eso. Esas son puras pavadas, habladurías de pipiolos de ciudad, sonseras para las letras de alguna milonga. A mí que no me vengan a joder con eso, conmigo no. Yo no mataba ni por pasión ni por cosas personales, mucho menos por revoltijos de polleras. Matar por una puta puede que a alguno le sonara romántico, a mí no. Yo mataba porque vivía de eso y porque para eso me pagaban los Capellano, para matar, y punto. Alguno que se torcía en el comité, otro que quería raspar de una olla que no era suya, o estaba también el que le costaba entender cómo eran las cosas en esa zona de la boca del río, qué se yo, mucho yo no averiguaba. A mí me mandaban y yo iba y hacía lo que tenía que hacer. Cuidado, no digo que estuviera bien, digo que era lo que yo hacía. Era mi trabajo.
Y habrá de ser por el vino o porque estoy viejo, que ahora tengo fuerzas para hablar del asunto. Mire usted cómo es ¿no?, yo, yo mismo que juré por mi sangre que jamás iba a abrir la boca. Yo que alguna vez tuve una crianza—porque no se piense, yo tuve una crianza y un apellido para defender—, y sé bien de sobra que no es decente eso de andar ventilando lo que duerme allá donde el tiempo es sólo silencio. Si sabré yo que la verdad es lo que menos importa cuando la muerte es sólo hueso y carne fácil para el perdón. Hay que callarse, yo lo sé, y quiero que quede claro que yo sé muy bien que hay que callarse—siempre hay que callarse—pasa que ya no puedo, eso pasa.
Será que no sé qué hacer con todos estos años que ya tengo encima. Mire que yo alguna vez iba a pensar llegar a viejo, no, pero bueno, igual, de esto que ahora voy a contar no depende nada y a nadie le va a importar. Nada va a cambiar. Lo que queda en el pico de la gente, eso queda y listo, a otra cosa. La memoria que primero se estampa, ésa es la que queda, y el olvido—ya sabemos—, el olvido es una de las tantas maneras tramposas que tiene el recuerdo. Ustedes mismos que ahora me escuchan se olvidarán muy pronto de todo esto. Quizás en este mundo el olvido sea el destino de toda palabra. Cuánto sabemos, carajo, y cuánto hemos olvidado. Y cuál será la ilusión que nos empuja a suponer que la justicia—aunque sea la justicia a la memoria—va a venir por haber oído la verdad de cómo fueron las cosas.
Igual, acá no se trata de embrollar ninguna historia, porque a pesar de todo, este fue un asunto sencillo. Digamosló de esta manera: un asunto sencillo con todo lo jodido y lo enrevesado que tiene la muerte, y que tiene el amor—o algo así como el amor, digo, no sé, yo de amor sé muy poco—, y celos, venganza, deudas impagas. Hablo de esas deudas que al final se cobran de la peor manera.
Le cuento. La cosa fue hace ya unos cuántos años por allá atrás de las aguadas, sí, ahí donde estaba el almacén, en La Resbalosa. Si es cierto como dicen que las cosas alguna vez se terminan, ahí fue entonces donde este asunto terminó. Vaya uno a saber. Por entonces el patrón de La Resbalosa era el turco Efraín, no era malo el turco, fiaba poco pero fiaba, se hacía respetar con buenas armas y no era de maltratar a las mujeres. Una de ellas era la Nilda, y más que nada, la Nilda era eso, una mujer.
También dicen que el tal Ramón Alvarado no era hombre de andar con muchas vueltas. Se mandaba con su gente en anchas caballadas hasta casi las orillas del Rosario de la Santa Fe, vivía de eso el hombre, llevando bagayos escamoteados del puerto, tabaco, licores, algo de armas, pero más que nada, de los animales que se traían mientras iban volviendo. Cuatrereadas, cosas de aquél tiempo, nada del otro mundo. Dicen que ya en las casas don Ramón sabía afeitarse, rebajarse un poco la porra, y después de echarse algo de agua encima, vestirse como para arrimarse un rato hasta La Resbalosa. El hombre tenía su costado.
Ni alto ni grandote--no hace falta, dicen que decía—, con lo que hay, ni me andan prepeando ni me arrean pá la milicia. De vuelta de la frontera y de rastrear rumbos de animales de otros, a Alvarado le gustaba eso de aquietarse un rato en el humo fuerte y dulzón del tabaco, alguna guitarra, los naipes. Eso sí, era un hombre serio, no jugaba, a nada, en la vida nunca jugaba a nada, ni siquiera a las barajas. Lo suyo en el boliche era descansarse contra el mostrador y en silencio, chusmear el ambiente, giniebriar un rato, y la Nilda, a Alvarado le gustaba usar el tiempo en la Nilda.
Le explico. En el asunto éste también hubo un tal Bietri, Lorenzo Bietri, italiano, claro, un hombre cobijado justamente por los Capellano, paisanos nuestros que eran fuertes en toda la zona de la entrada del río mercadeando mujeres, protegiendo comerciantes, quiniela, política y todas cosas como ésas. Ahí Bietri supo tener un establecimiento, ahí mismo, en el barrio de la boca del río, un despacho de comida y bebidas no muy lejos del cruce de los botes. A la noche, en lo de Bietri se piringundeaba: polacos, franchutes, griegos, marineros, muchos tanos del mercado, y al lugar también caían algunos criollos. La Nilda, un tiempo, trabajó ahí para Bietri.
Miguel Mugica era ladrillero. Se había criado meta y meta en el horno de su padre, un gallego con fervores anarquistas que había empezado con eso de los ladrillos, más que nada, para arrimarle el hombro a tantos compañeros suyos que andaban necesitando paredes y techo. Eran otros años. Eran tiempos de los cuales se pueden decir muchas cosas, pero no dejaba de haber creencias, ilusiones, certidumbres. Después de la muerte del anarquista—fallecido apenas pasó los cuarenta—el horno fue derivando en negocio familiar. Con sus hermanos, Ernesto y Fermín, y su tío Manuel, se encargaron de la cuestión ya sin tanta solidaridad ni anarquismo. Miguel tenía de raro que había ido al colegio toda la primaria, y por si fuera poco, se había hecho lector a puro coscorrón de su padre que lo obligaba en la mesa del mediodía a explicarle qué había entendido en la lectura de la noche anterior. De pibe, su vida había sido un suplicio: colegio a la mañana, a los ladrillos después de comer, y los libros un rato largo antes de la comida de la noche. Después algo entendió, es decir, entendió el intento de su padre de no permitirle la ignorancia, de empujarlo de prepo a la comprensión del mundo y sus viejas historias de injusticias.
Ya más que un muchacho, los viernes a la noche Miguel se daba una vuelta por lo de Bietri. Su deseo era simplón, mandarse un poco de caña—de la dulzona—y mujerear un rato. La plata es para gastarla, decía Miguel, que andaba medio encaramado con la Nilda. La verdad, derretido estaba el hombre con la Nilda, y se le notaba. Tanto, que una vez le había llevado un vestido blanco, uno con flores azules o verdes, y le hubiera gustado alguna tarde pasearse al lado de ella desde la boca del río hasta la plaza grande y que la Nilda llevara el vestido puesto. Esa vuelta, sentada en el camastro, seria y con desconfianza, ella agarró el paquete y sin siquiera abrirlo, miró de vuelta el papel del envoltorio y no se le escapó ni una sola mueca. Lo guardó en el cajón de la mesa del agua, y ni gracias dijo. Dos o tres semanas después, ya por unas cañas de más o lo que sea, la cosa es que Miguel juntó coraje y se animó nomás a preguntarle a la Nilda si se quería venir con él, a eso de vivir juntos, eso de ser su mujer, y dejar para siempre las noches en lo de Bietri. Ella lo miró peor que cuando lo del vestido, y las palabras, antes que de la garganta le salieron de los dientes—Deje nomás—le contestó—que yo no soy de creer en ningún para siempre.
Alvarado era de traerle algunos bagayos a Bietri, y el italiano le andaba debiendo unos pesos. De ahí que una tarde el cuatrero le dijo—Patrón, sin ofender, no sé cómo será allá en sus pagos, pero acá hay dos o tres formas de arreglar una deuda.
A esto, la Nilda, de entrecasa, sin los oropeles de la noche, sentada atrás del mostrador le cebaba unos mates a Lorenzo Bietri, quien levantó la vista hasta encontrarse con los dos ojos hundidos y marrones de Alvarado que lo miraban como sin interés. El italiano, sosteniendo la mirada, contestó.
—Éstos son mis pagos, Alvarado, no se confunda.
—Como usted diga, patrón.
Y enseguida, para que el silencio no se le venga encima, ojeando a la mujer, Alvarado largó la frase.
—Vos, Nilda, armáte el monito que te venís conmigo.
Como sin oír, ella echó un largo chorro de agua caliente por el borde de la bombilla y alargó el brazo hasta alcanzar con el mate la mano de Bietri. El italiano agarró, dio una chupada, y sin mirarla le soltó—Si te cuadra, andá nomás, juntá tus cosas y andá.
Lánguidamente, la Nilda acomodó lo del mate, se levantó y desapareció tras una puerta cortinada con unos trapos, para volver al rato con un bollo de ropas por el que asomaban un par de zapatos de cuero colorado.
—A mano, entonces, don Lorenzo, y hasta la vuelta—saludó Alvarado.
Ya en los palenques, la mujer montó como quién sabe y de una sola estirada quedó parejita arriba del animal. Ni miró para el lado del puerto. Fue que no quiso la imagen de la silueta de los barcos grandes sobre el amarronado camino de las aguas. Prefirió lo opuesto, lo otro, la realidad. Prefirió la raya de los otros confines, esa que se recuesta a lo largo y a lo lejos y tan cercana, ahí nomás, atrás de las últimas tapias, los caminos de la tierra. Y desde las ancas, sintió a ese hombre clavarle las guampas al alazán que perezoso, soltó el primer trote en su insistido destino de andar trayendo el horizonte.
En las casi dos horas del galope sobre la huraña piel de la llanura, no abrieron la boca, y fue el poniente nomás esa rara sombra que les empezaba a nacer cuando entonces asomó la mancha rosada y ajena de unas casas, la arboleda, los carros, y unos perros que chumbaban de pura costumbre. El hombre, ya apeado a los portones de La Resbalosa, le aclaró lo necesario.
—Mirá, yo no soy de andar mucho en las casas. Acá en lo de Efraín vas a tener comida y cama de sobra. Trabajo tampoco te va a faltar.
La Nilda ni lo miró, pero supo que lo habría amado fuertemente de haber sabido alguna vez el amor. El hombre siguió explicando.
—Que no te traje para que me cebés el mate y me lavés la ropa.
La mujer curioseó el alrededor con menos hondura que indiferencia.
—Usted no me trajo, yo me vine porque quise. Ya me estaba cansando de tanto tano y polaco.
Alvarado caminó unos pasos hasta la puerta misma del almacén.
—Te voy a decir una sola cosa, y no te la olvidés, vos sos libre, pero sos mía—dicho esto, se mandó para adentro, hizo los arreglos con el Turco, salió, se subió al caballo y no apareció por un tiempo.
—¡Tano de mierda, la entregaste por unas monedas!
Dicen que Miguel ya llegó medio mamado a lo de Bietri, que cuando tragó de un golpe nomás el primer vaso de caña, lo encaró con toda la bronca y los fervores que esa ausencia le había provocado.
—Eso sos vos, un tano mercachifle de mierda. Y cagón.
—No ofenda Miguel, que nadie es dueño de nadie. Ella se fue porque quiso, usted sabe cómo es la Nilda, es como todas las mujeres, jodidas para entender.
—Y si nadie es dueño de nadie ¿por qué carajo tuviste que venderla?
—Ya está bien, Miguel, ya está bien, que yo no vendí a nadie, vaya, vaya y mañana aclaramos las cosas, hágame caso, sé lo que le digo, las cosas no son como usted las ve ahora.
Miguel no veía nada, enceguecido dicen que estaba. Bietri creía hacía rato haber aprendido a lidiar con borrachos, hombres mal chispeados y encima insolentados por alguna mujer. Corrió la traba y salió de la jaula protectora del mostrador, se le arrimó con gesto amistoso y fue cuando vio de cerca el rojo demasiado encendido en los ojos del ladrillero. Le cruzó el brazo por el hombro, mansamente, paternal, y así nomás sin demasiados corcoveos, Bietri lo fue llevando hasta la puerta atravesando un entrechoque de dados, el desentono de las guitarras y ese batifondo de gritos donde como siempre sobresalían las risas artificiales de las putas.
La noche era azul y estaba irrumpida de estrellas. Atados a los palos, los caballos de vez en cuando refunfuñaban su aburrimiento, y sus cortos resoplidos se juntaban con los sordos chicotazos que daba el agua contra los pilotes del puente.
—Miguel, usted es un buen hombre—alcanzó a decir Bietri, pero el ladrillero no estaba para consejos. El Tano vio un movimiento y enseguida sintió abajo del pecho como un ruido raro, distinto, un fuego de golpe, un viento caliente que se le metió en el estómago, y dolor sintió, mucho dolor, y otra quemazón, y otro viento ardido que se le metía y el mismo fuego de antes, y se dio cuenta que empezaba a irse y se dio cuenta que se agarraba de las ropas de Miguel y que se iba igual, y no sabía adonde pero se iba y era todo tan rápido y se agarró más fuerte pero ya sin fuerzas, se agarró como quién no quiere irse, como queriendo quedarse, en la vida, quedarse.
Ahí, después del tercer puntazo, el Tano supo que lo estaban matando. Y lo vio a Miguel que lo miró y vio cara a cara esos ojos enrojecidos ahora ocupados por el asombro, porque el ladrillero no se creyó nunca que su querencia y su bronca alcanzarían para matar a un hombre. Y fue lo último que Bietri vio, los atónitos y descreídos ojos rojos de Miguel el ladrillero. Qué cosa el tano Lorenzo Bietri, que como todo hombre tantas veces había imaginado su propia muerte, y jamás se le cruzó pensar que a él, iban a matarlo por una mujer.
Llovía. La noche revoleaba refucilos por arriba mismo de La Resbalosa, y no era la madrugada todavía cuando dos hombres empilchados como Dios manda—pantalones anchos, saco oscuro, camisa blanca, alpargatas, pañuelo, boina—traspasaron los dinteles del almacén y callados, anduvieron el largo del salón hasta el despacho. Uno era Ramón Alvarado, el otro, Runilo Tortosa, el uruguayo, su ladero de siempre. Entrando nomás, Alvarado relojeó el lugar y la Nilda no andaba. Estaría trabajando. Raro, pero esa noche los retumbos del boliche parecían más apagados, sería por la bulla que metía el agua contra las chapas, o que había poca gente, o eran las mujeres que no hacían tanto alboroto. Ya en el mostrador y mordiendo las primeras ginebras, ni se mosquearon por el muchachón que apoyado en la otra punta los miró como para medirlos, que se echó de un trago el poco de caña dulzona que le quedaba en el vaso, que se les acercó, que los miró, que les preguntó con voz exacta cuál de los dos se llamaba Ramón Alvarado. Y así quedaron, frente a frente en el despliego insalvable de sus vulgares destinos. Cualquiera diría de Miguel Mugica y Ramón Alvarado, qué cosa, dos hombres tan diferentes y su debilidad vino a ser la misma.
El cuatrero lo miró sin entusiasmo, sin rabia, sin nada, sólo era la fatiga de los años y las leguas que llevaba encima lo que le incomodaba el momento—Ramón Alvarado, para servirle—contestó ladeando la cabeza, y vaya uno a saber, cuestión de reflejos, codeó el mango del cuchillo que acarreaba al costado de la cintura, contra los riñones, y por las dudas también, puso el lomo contra el mostrador guardando distancia.
—Deje nomás, que yo estoy bien servido—apuntó Miguel Mugica.
Alvarado nunca lo había visto al ladrillero, pero, hombre andado, apenas percibió esa mirada surtida de ansiedades, miedos y broncas, supo que ese muchacho era capaz nomás de venírsele al humo.
—Algo me han dicho de que me andaba buscando.
—Y para matarlo—le asestó Miguel, con la fuerza y el apuro propio de los aprendices en el asunto de la muerte.
El cuatrero lo contempló, resignado.
—Está bien, pero le digo, se equivoca, y para peor, doblemente. Escuchemé, la mujer no lo abandonó, porque no era suya, y lo otro, es que no se mata dos veces por la misma pasión.
—Le agradezco la labia—afirmó Mugica—pero ya tuve uno que quiso darme consejos.
—Y era un buen hombre. Usted mató a un buen hombre, y lo mató mal.
—Sabrá Dios si era bueno, y cómo lo maté, son cosas mías. Y ahora le toca a usted, que para eso lo estoy buscando.
—Bueno, ya me encontró, así que déle nomás. Una cosa, todavía está a tiempo de recular. Sea juicioso hombre, dejemos las cosas así como están.
Desenvainó el ladrillero dando un paso atrás y fueron dos los cuchillos que se le plantaron, pero ya no había tiempo para achiques. Arqueó la espalda y abrió los brazos como para abarcar todo el lugar posible, les largó el primer amague y fue ahí cuando una sombra juntada con un brillo le pasó fulminante por el costado y siguió viaje hasta partirle el pecho de un puntazo al Uruguayo. El ladero largó el grito siempre seco de la muerte, y después de dar contra el mostrador, se fue acurrucando en el suelo como un trapo viejo y sucio de sangre. Entre el alboroto de las sillas que caían y los gritos de las mujeres, Miguel, en la sorpresa, alcanzó a ver que Alvarado se le venía y entonces largó el brazo al bulto. Esa primer fierrada agujereó saco, chaleco, camisa, marinera, y le entró limpita a Alvarado por el costado, casi abajo del sobaco. No hubiera hecho falta otra, pero vinieron dos más. Una en la panza, de abajo hacia adentro y arriba, con el revés y el consecuente giro como para que el filo corte bien y en subida. La otra fue de gusto, un tajo en el medio del pecho para marcar nomás el cuerpo de lo que ya era un muerto. Porque así estaba Alvarado, muerto antes de tocar el piso, el piso bermejo de La Resbalosa.
Mujer al fin, la Nilda fue un bramido a medio vestir que bajó las escaleras que venían de las piezas, hasta envolver con sus gritos y sus brazos el cuerpo del muerto. Y Miguel, ahí, aprendió que algo de razón Bietri había tenido, supo que nadie es dueño de nadie, que ella se fue porque quiso y que así de jodidas para entender eran las mujeres.
Salimos al galope ligero por la huella embarrada, sostuvimos el trote largo cuando cortamos por el campo, bordeamos las aguadas y nos entramos en el monte. Lo cruzamos. Ya del otro lado le metimos espuela otra vez un buen rato hasta que una nueva arboleda nos llamó al descanso. Dejé que el ladrillero atara el manchado y me le arrimé sin apearme.
—No sé qué decirle, Cumpa—me dijo, tendiendo la mano—, ni lo conozco y usted se entreveró así. Se agradece.
Nadie deja a un hombre con la mano estirada, apreté fuerte, y contesté—guarde las gracias, que yo no soy de andar con muchos sentimientos, pero no me gustan las cobardías y ellos eran dos. Mucho menos me gusta que alguien quiera hacer el trabajo que me toca hacer a mí.
—No entiendo, eso del trabajo.
Yo, Armando Quintieri, moví el caballo para arrimarme bien arrimado, y lo miré de frente.
—El trabajo de matarlo.
Le apunté el dos tiros a la panza y le solté el primero. Cuando boqueó sangre y cayó doblado en el barro, me bajé y le di el otro en la cabeza, no de muy cerca, para que no salpique tanto. El ladrillero quedó en el barro de la noche, entre los árboles, de cara a la lluvia. Fue el último muerto de aquel asunto. Así fueron las cosas, que para eso me pagaban.
Y habrá de ser por el vino o porque estoy viejo, que ahora tengo fuerzas para hablar del asunto. Mire usted cómo es ¿no?, yo, yo mismo que juré por mi sangre que jamás iba a abrir la boca. Yo que alguna vez tuve una crianza—porque no se piense, yo tuve una crianza y un apellido para defender—, y sé bien de sobra que no es decente eso de andar ventilando lo que duerme allá donde el tiempo es sólo silencio. Si sabré yo que la verdad es lo que menos importa cuando la muerte es sólo hueso y carne fácil para el perdón. Hay que callarse, yo lo sé, y quiero que quede claro que yo sé muy bien que hay que callarse—siempre hay que callarse—pasa que ya no puedo, eso pasa.
Será que no sé qué hacer con todos estos años que ya tengo encima. Mire que yo alguna vez iba a pensar llegar a viejo, no, pero bueno, igual, de esto que ahora voy a contar no depende nada y a nadie le va a importar. Nada va a cambiar. Lo que queda en el pico de la gente, eso queda y listo, a otra cosa. La memoria que primero se estampa, ésa es la que queda, y el olvido—ya sabemos—, el olvido es una de las tantas maneras tramposas que tiene el recuerdo. Ustedes mismos que ahora me escuchan se olvidarán muy pronto de todo esto. Quizás en este mundo el olvido sea el destino de toda palabra. Cuánto sabemos, carajo, y cuánto hemos olvidado. Y cuál será la ilusión que nos empuja a suponer que la justicia—aunque sea la justicia a la memoria—va a venir por haber oído la verdad de cómo fueron las cosas.
Igual, acá no se trata de embrollar ninguna historia, porque a pesar de todo, este fue un asunto sencillo. Digamosló de esta manera: un asunto sencillo con todo lo jodido y lo enrevesado que tiene la muerte, y que tiene el amor—o algo así como el amor, digo, no sé, yo de amor sé muy poco—, y celos, venganza, deudas impagas. Hablo de esas deudas que al final se cobran de la peor manera.
Le cuento. La cosa fue hace ya unos cuántos años por allá atrás de las aguadas, sí, ahí donde estaba el almacén, en La Resbalosa. Si es cierto como dicen que las cosas alguna vez se terminan, ahí fue entonces donde este asunto terminó. Vaya uno a saber. Por entonces el patrón de La Resbalosa era el turco Efraín, no era malo el turco, fiaba poco pero fiaba, se hacía respetar con buenas armas y no era de maltratar a las mujeres. Una de ellas era la Nilda, y más que nada, la Nilda era eso, una mujer.
También dicen que el tal Ramón Alvarado no era hombre de andar con muchas vueltas. Se mandaba con su gente en anchas caballadas hasta casi las orillas del Rosario de la Santa Fe, vivía de eso el hombre, llevando bagayos escamoteados del puerto, tabaco, licores, algo de armas, pero más que nada, de los animales que se traían mientras iban volviendo. Cuatrereadas, cosas de aquél tiempo, nada del otro mundo. Dicen que ya en las casas don Ramón sabía afeitarse, rebajarse un poco la porra, y después de echarse algo de agua encima, vestirse como para arrimarse un rato hasta La Resbalosa. El hombre tenía su costado.
Ni alto ni grandote--no hace falta, dicen que decía—, con lo que hay, ni me andan prepeando ni me arrean pá la milicia. De vuelta de la frontera y de rastrear rumbos de animales de otros, a Alvarado le gustaba eso de aquietarse un rato en el humo fuerte y dulzón del tabaco, alguna guitarra, los naipes. Eso sí, era un hombre serio, no jugaba, a nada, en la vida nunca jugaba a nada, ni siquiera a las barajas. Lo suyo en el boliche era descansarse contra el mostrador y en silencio, chusmear el ambiente, giniebriar un rato, y la Nilda, a Alvarado le gustaba usar el tiempo en la Nilda.
Le explico. En el asunto éste también hubo un tal Bietri, Lorenzo Bietri, italiano, claro, un hombre cobijado justamente por los Capellano, paisanos nuestros que eran fuertes en toda la zona de la entrada del río mercadeando mujeres, protegiendo comerciantes, quiniela, política y todas cosas como ésas. Ahí Bietri supo tener un establecimiento, ahí mismo, en el barrio de la boca del río, un despacho de comida y bebidas no muy lejos del cruce de los botes. A la noche, en lo de Bietri se piringundeaba: polacos, franchutes, griegos, marineros, muchos tanos del mercado, y al lugar también caían algunos criollos. La Nilda, un tiempo, trabajó ahí para Bietri.
Miguel Mugica era ladrillero. Se había criado meta y meta en el horno de su padre, un gallego con fervores anarquistas que había empezado con eso de los ladrillos, más que nada, para arrimarle el hombro a tantos compañeros suyos que andaban necesitando paredes y techo. Eran otros años. Eran tiempos de los cuales se pueden decir muchas cosas, pero no dejaba de haber creencias, ilusiones, certidumbres. Después de la muerte del anarquista—fallecido apenas pasó los cuarenta—el horno fue derivando en negocio familiar. Con sus hermanos, Ernesto y Fermín, y su tío Manuel, se encargaron de la cuestión ya sin tanta solidaridad ni anarquismo. Miguel tenía de raro que había ido al colegio toda la primaria, y por si fuera poco, se había hecho lector a puro coscorrón de su padre que lo obligaba en la mesa del mediodía a explicarle qué había entendido en la lectura de la noche anterior. De pibe, su vida había sido un suplicio: colegio a la mañana, a los ladrillos después de comer, y los libros un rato largo antes de la comida de la noche. Después algo entendió, es decir, entendió el intento de su padre de no permitirle la ignorancia, de empujarlo de prepo a la comprensión del mundo y sus viejas historias de injusticias.
Ya más que un muchacho, los viernes a la noche Miguel se daba una vuelta por lo de Bietri. Su deseo era simplón, mandarse un poco de caña—de la dulzona—y mujerear un rato. La plata es para gastarla, decía Miguel, que andaba medio encaramado con la Nilda. La verdad, derretido estaba el hombre con la Nilda, y se le notaba. Tanto, que una vez le había llevado un vestido blanco, uno con flores azules o verdes, y le hubiera gustado alguna tarde pasearse al lado de ella desde la boca del río hasta la plaza grande y que la Nilda llevara el vestido puesto. Esa vuelta, sentada en el camastro, seria y con desconfianza, ella agarró el paquete y sin siquiera abrirlo, miró de vuelta el papel del envoltorio y no se le escapó ni una sola mueca. Lo guardó en el cajón de la mesa del agua, y ni gracias dijo. Dos o tres semanas después, ya por unas cañas de más o lo que sea, la cosa es que Miguel juntó coraje y se animó nomás a preguntarle a la Nilda si se quería venir con él, a eso de vivir juntos, eso de ser su mujer, y dejar para siempre las noches en lo de Bietri. Ella lo miró peor que cuando lo del vestido, y las palabras, antes que de la garganta le salieron de los dientes—Deje nomás—le contestó—que yo no soy de creer en ningún para siempre.
Alvarado era de traerle algunos bagayos a Bietri, y el italiano le andaba debiendo unos pesos. De ahí que una tarde el cuatrero le dijo—Patrón, sin ofender, no sé cómo será allá en sus pagos, pero acá hay dos o tres formas de arreglar una deuda.
A esto, la Nilda, de entrecasa, sin los oropeles de la noche, sentada atrás del mostrador le cebaba unos mates a Lorenzo Bietri, quien levantó la vista hasta encontrarse con los dos ojos hundidos y marrones de Alvarado que lo miraban como sin interés. El italiano, sosteniendo la mirada, contestó.
—Éstos son mis pagos, Alvarado, no se confunda.
—Como usted diga, patrón.
Y enseguida, para que el silencio no se le venga encima, ojeando a la mujer, Alvarado largó la frase.
—Vos, Nilda, armáte el monito que te venís conmigo.
Como sin oír, ella echó un largo chorro de agua caliente por el borde de la bombilla y alargó el brazo hasta alcanzar con el mate la mano de Bietri. El italiano agarró, dio una chupada, y sin mirarla le soltó—Si te cuadra, andá nomás, juntá tus cosas y andá.
Lánguidamente, la Nilda acomodó lo del mate, se levantó y desapareció tras una puerta cortinada con unos trapos, para volver al rato con un bollo de ropas por el que asomaban un par de zapatos de cuero colorado.
—A mano, entonces, don Lorenzo, y hasta la vuelta—saludó Alvarado.
Ya en los palenques, la mujer montó como quién sabe y de una sola estirada quedó parejita arriba del animal. Ni miró para el lado del puerto. Fue que no quiso la imagen de la silueta de los barcos grandes sobre el amarronado camino de las aguas. Prefirió lo opuesto, lo otro, la realidad. Prefirió la raya de los otros confines, esa que se recuesta a lo largo y a lo lejos y tan cercana, ahí nomás, atrás de las últimas tapias, los caminos de la tierra. Y desde las ancas, sintió a ese hombre clavarle las guampas al alazán que perezoso, soltó el primer trote en su insistido destino de andar trayendo el horizonte.
En las casi dos horas del galope sobre la huraña piel de la llanura, no abrieron la boca, y fue el poniente nomás esa rara sombra que les empezaba a nacer cuando entonces asomó la mancha rosada y ajena de unas casas, la arboleda, los carros, y unos perros que chumbaban de pura costumbre. El hombre, ya apeado a los portones de La Resbalosa, le aclaró lo necesario.
—Mirá, yo no soy de andar mucho en las casas. Acá en lo de Efraín vas a tener comida y cama de sobra. Trabajo tampoco te va a faltar.
La Nilda ni lo miró, pero supo que lo habría amado fuertemente de haber sabido alguna vez el amor. El hombre siguió explicando.
—Que no te traje para que me cebés el mate y me lavés la ropa.
La mujer curioseó el alrededor con menos hondura que indiferencia.
—Usted no me trajo, yo me vine porque quise. Ya me estaba cansando de tanto tano y polaco.
Alvarado caminó unos pasos hasta la puerta misma del almacén.
—Te voy a decir una sola cosa, y no te la olvidés, vos sos libre, pero sos mía—dicho esto, se mandó para adentro, hizo los arreglos con el Turco, salió, se subió al caballo y no apareció por un tiempo.
—¡Tano de mierda, la entregaste por unas monedas!
Dicen que Miguel ya llegó medio mamado a lo de Bietri, que cuando tragó de un golpe nomás el primer vaso de caña, lo encaró con toda la bronca y los fervores que esa ausencia le había provocado.
—Eso sos vos, un tano mercachifle de mierda. Y cagón.
—No ofenda Miguel, que nadie es dueño de nadie. Ella se fue porque quiso, usted sabe cómo es la Nilda, es como todas las mujeres, jodidas para entender.
—Y si nadie es dueño de nadie ¿por qué carajo tuviste que venderla?
—Ya está bien, Miguel, ya está bien, que yo no vendí a nadie, vaya, vaya y mañana aclaramos las cosas, hágame caso, sé lo que le digo, las cosas no son como usted las ve ahora.
Miguel no veía nada, enceguecido dicen que estaba. Bietri creía hacía rato haber aprendido a lidiar con borrachos, hombres mal chispeados y encima insolentados por alguna mujer. Corrió la traba y salió de la jaula protectora del mostrador, se le arrimó con gesto amistoso y fue cuando vio de cerca el rojo demasiado encendido en los ojos del ladrillero. Le cruzó el brazo por el hombro, mansamente, paternal, y así nomás sin demasiados corcoveos, Bietri lo fue llevando hasta la puerta atravesando un entrechoque de dados, el desentono de las guitarras y ese batifondo de gritos donde como siempre sobresalían las risas artificiales de las putas.
La noche era azul y estaba irrumpida de estrellas. Atados a los palos, los caballos de vez en cuando refunfuñaban su aburrimiento, y sus cortos resoplidos se juntaban con los sordos chicotazos que daba el agua contra los pilotes del puente.
—Miguel, usted es un buen hombre—alcanzó a decir Bietri, pero el ladrillero no estaba para consejos. El Tano vio un movimiento y enseguida sintió abajo del pecho como un ruido raro, distinto, un fuego de golpe, un viento caliente que se le metió en el estómago, y dolor sintió, mucho dolor, y otra quemazón, y otro viento ardido que se le metía y el mismo fuego de antes, y se dio cuenta que empezaba a irse y se dio cuenta que se agarraba de las ropas de Miguel y que se iba igual, y no sabía adonde pero se iba y era todo tan rápido y se agarró más fuerte pero ya sin fuerzas, se agarró como quién no quiere irse, como queriendo quedarse, en la vida, quedarse.
Ahí, después del tercer puntazo, el Tano supo que lo estaban matando. Y lo vio a Miguel que lo miró y vio cara a cara esos ojos enrojecidos ahora ocupados por el asombro, porque el ladrillero no se creyó nunca que su querencia y su bronca alcanzarían para matar a un hombre. Y fue lo último que Bietri vio, los atónitos y descreídos ojos rojos de Miguel el ladrillero. Qué cosa el tano Lorenzo Bietri, que como todo hombre tantas veces había imaginado su propia muerte, y jamás se le cruzó pensar que a él, iban a matarlo por una mujer.
Llovía. La noche revoleaba refucilos por arriba mismo de La Resbalosa, y no era la madrugada todavía cuando dos hombres empilchados como Dios manda—pantalones anchos, saco oscuro, camisa blanca, alpargatas, pañuelo, boina—traspasaron los dinteles del almacén y callados, anduvieron el largo del salón hasta el despacho. Uno era Ramón Alvarado, el otro, Runilo Tortosa, el uruguayo, su ladero de siempre. Entrando nomás, Alvarado relojeó el lugar y la Nilda no andaba. Estaría trabajando. Raro, pero esa noche los retumbos del boliche parecían más apagados, sería por la bulla que metía el agua contra las chapas, o que había poca gente, o eran las mujeres que no hacían tanto alboroto. Ya en el mostrador y mordiendo las primeras ginebras, ni se mosquearon por el muchachón que apoyado en la otra punta los miró como para medirlos, que se echó de un trago el poco de caña dulzona que le quedaba en el vaso, que se les acercó, que los miró, que les preguntó con voz exacta cuál de los dos se llamaba Ramón Alvarado. Y así quedaron, frente a frente en el despliego insalvable de sus vulgares destinos. Cualquiera diría de Miguel Mugica y Ramón Alvarado, qué cosa, dos hombres tan diferentes y su debilidad vino a ser la misma.
El cuatrero lo miró sin entusiasmo, sin rabia, sin nada, sólo era la fatiga de los años y las leguas que llevaba encima lo que le incomodaba el momento—Ramón Alvarado, para servirle—contestó ladeando la cabeza, y vaya uno a saber, cuestión de reflejos, codeó el mango del cuchillo que acarreaba al costado de la cintura, contra los riñones, y por las dudas también, puso el lomo contra el mostrador guardando distancia.
—Deje nomás, que yo estoy bien servido—apuntó Miguel Mugica.
Alvarado nunca lo había visto al ladrillero, pero, hombre andado, apenas percibió esa mirada surtida de ansiedades, miedos y broncas, supo que ese muchacho era capaz nomás de venírsele al humo.
—Algo me han dicho de que me andaba buscando.
—Y para matarlo—le asestó Miguel, con la fuerza y el apuro propio de los aprendices en el asunto de la muerte.
El cuatrero lo contempló, resignado.
—Está bien, pero le digo, se equivoca, y para peor, doblemente. Escuchemé, la mujer no lo abandonó, porque no era suya, y lo otro, es que no se mata dos veces por la misma pasión.
—Le agradezco la labia—afirmó Mugica—pero ya tuve uno que quiso darme consejos.
—Y era un buen hombre. Usted mató a un buen hombre, y lo mató mal.
—Sabrá Dios si era bueno, y cómo lo maté, son cosas mías. Y ahora le toca a usted, que para eso lo estoy buscando.
—Bueno, ya me encontró, así que déle nomás. Una cosa, todavía está a tiempo de recular. Sea juicioso hombre, dejemos las cosas así como están.
Desenvainó el ladrillero dando un paso atrás y fueron dos los cuchillos que se le plantaron, pero ya no había tiempo para achiques. Arqueó la espalda y abrió los brazos como para abarcar todo el lugar posible, les largó el primer amague y fue ahí cuando una sombra juntada con un brillo le pasó fulminante por el costado y siguió viaje hasta partirle el pecho de un puntazo al Uruguayo. El ladero largó el grito siempre seco de la muerte, y después de dar contra el mostrador, se fue acurrucando en el suelo como un trapo viejo y sucio de sangre. Entre el alboroto de las sillas que caían y los gritos de las mujeres, Miguel, en la sorpresa, alcanzó a ver que Alvarado se le venía y entonces largó el brazo al bulto. Esa primer fierrada agujereó saco, chaleco, camisa, marinera, y le entró limpita a Alvarado por el costado, casi abajo del sobaco. No hubiera hecho falta otra, pero vinieron dos más. Una en la panza, de abajo hacia adentro y arriba, con el revés y el consecuente giro como para que el filo corte bien y en subida. La otra fue de gusto, un tajo en el medio del pecho para marcar nomás el cuerpo de lo que ya era un muerto. Porque así estaba Alvarado, muerto antes de tocar el piso, el piso bermejo de La Resbalosa.
Mujer al fin, la Nilda fue un bramido a medio vestir que bajó las escaleras que venían de las piezas, hasta envolver con sus gritos y sus brazos el cuerpo del muerto. Y Miguel, ahí, aprendió que algo de razón Bietri había tenido, supo que nadie es dueño de nadie, que ella se fue porque quiso y que así de jodidas para entender eran las mujeres.
Salimos al galope ligero por la huella embarrada, sostuvimos el trote largo cuando cortamos por el campo, bordeamos las aguadas y nos entramos en el monte. Lo cruzamos. Ya del otro lado le metimos espuela otra vez un buen rato hasta que una nueva arboleda nos llamó al descanso. Dejé que el ladrillero atara el manchado y me le arrimé sin apearme.
—No sé qué decirle, Cumpa—me dijo, tendiendo la mano—, ni lo conozco y usted se entreveró así. Se agradece.
Nadie deja a un hombre con la mano estirada, apreté fuerte, y contesté—guarde las gracias, que yo no soy de andar con muchos sentimientos, pero no me gustan las cobardías y ellos eran dos. Mucho menos me gusta que alguien quiera hacer el trabajo que me toca hacer a mí.
—No entiendo, eso del trabajo.
Yo, Armando Quintieri, moví el caballo para arrimarme bien arrimado, y lo miré de frente.
—El trabajo de matarlo.
Le apunté el dos tiros a la panza y le solté el primero. Cuando boqueó sangre y cayó doblado en el barro, me bajé y le di el otro en la cabeza, no de muy cerca, para que no salpique tanto. El ladrillero quedó en el barro de la noche, entre los árboles, de cara a la lluvia. Fue el último muerto de aquel asunto. Así fueron las cosas, que para eso me pagaban.
lunes, agosto 17, 2009
Palabra principio
En el principio era el caos, abismo incoloro, rugido del silencio, Tehon vagando en la ausencia del espacio, la vaciedad del desorden, el oscuro impreciso. Y Ruah, el aliento inasible, la nada majestuosa de Dios, aleteó sobre la masa absoluta de las aguas y fue su voz, y su voz fue palabra y fue cosmos, y Tehon trocó en el todo de lo que ahora es. Elohim bereshit y fue ruptura y fue juntura y colgó lámparas en el alto celeste y situó un jardín al oriente del Edén. Y entonces la tierra fue huesos, sangre, piel, saliva, esperanza, deseo. Fue Adam en el encrucijo de Ruah y Tehon. Adam en luz, tinieblas, búsqueda, desesperación, asombro, soledad, anhelo. Fue el tiempo y el tiempo se hizo río, árbol, horizonte, conflicto.
Y fue Ella. Lo otro, necesario reflejo, hermosa pureza incompleta, hondo destello de todas las sombras. Y fueron dos en el abrazo ruptural de cielos y tierras, vida, llanto, destino, sueños, preferencia, desalojo, camino, semilla, porvenir. Y supieron que a las espaldas de Elohim estaba el desierto, y anduvieron descalzos los nuevos silencios y un día en una cueva hicieron un pájaro de letras que fue mancha acuarela contra una piedra, signo primigenio, la otra palabra, la nuestra. Dibujo, cántico, gesto, poesía.
¿De quién fue la mano que trazó ese grito? ¿Quién enseñó la muesca del lenguaje tallado en cuevas, tablas, juncos? Fueron ellos, vinieron del mar y trajeron los signos, los colores, las voces del cuerpo. Ellos quebraron el silencio del desierto, vinieron de las aguas, del abismo, del vientre mismo de Tehon.
Y fue Ella. Lo otro, necesario reflejo, hermosa pureza incompleta, hondo destello de todas las sombras. Y fueron dos en el abrazo ruptural de cielos y tierras, vida, llanto, destino, sueños, preferencia, desalojo, camino, semilla, porvenir. Y supieron que a las espaldas de Elohim estaba el desierto, y anduvieron descalzos los nuevos silencios y un día en una cueva hicieron un pájaro de letras que fue mancha acuarela contra una piedra, signo primigenio, la otra palabra, la nuestra. Dibujo, cántico, gesto, poesía.
¿De quién fue la mano que trazó ese grito? ¿Quién enseñó la muesca del lenguaje tallado en cuevas, tablas, juncos? Fueron ellos, vinieron del mar y trajeron los signos, los colores, las voces del cuerpo. Ellos quebraron el silencio del desierto, vinieron de las aguas, del abismo, del vientre mismo de Tehon.
Homenaje
Saliva de un diablo es esa llovizna.
Fue
a dejar flores en la tumba de un poeta.
Son pétalos de sangre o una bala
una piedra,
llovizna,
siempre en el mundo todos callan. [1]
1. En 1943, en el centenario de la muerte de Hölderlin
–el gran poeta alemán-, el gobierno nacionalsocialista
lo honra con más de trescientas muestras de homenaje.
Ante su tumba, Adolf Hitler dejó una de ofrenda floral.
Fue
a dejar flores en la tumba de un poeta.
Son pétalos de sangre o una bala
una piedra,
llovizna,
siempre en el mundo todos callan. [1]
1. En 1943, en el centenario de la muerte de Hölderlin
–el gran poeta alemán-, el gobierno nacionalsocialista
lo honra con más de trescientas muestras de homenaje.
Ante su tumba, Adolf Hitler dejó una de ofrenda floral.
Industria Humana
La polaroid que violó a la Gioconda
embarazándola de miedo,
La bomba que trajo el rojo el viento
y el silencio a Hiroshima,
La cuerda de nylon que ahorcó despacio
a Bonhoeffer el penúltimo día,
El hondo bandoneón de Piazzolla,
La bala que rompió el corazón de Gandhi,
La fórmula alguna vez secreta de Coca-cola,
La carabina el arco y la flecha,
Los lentes de John rotos en el piso,
La Santa María la Niña y la Pinta,
La linotipia de Gütenberg,
El lento quejido chicano de Santana,
El enchufe de la silla eléctrica,
El telescopio de Isaac Newton,
El rimel de tus ojos
y el furioso rouge de tus labios.
embarazándola de miedo,
La bomba que trajo el rojo el viento
y el silencio a Hiroshima,
La cuerda de nylon que ahorcó despacio
a Bonhoeffer el penúltimo día,
El hondo bandoneón de Piazzolla,
La bala que rompió el corazón de Gandhi,
La fórmula alguna vez secreta de Coca-cola,
La carabina el arco y la flecha,
Los lentes de John rotos en el piso,
La Santa María la Niña y la Pinta,
La linotipia de Gütenberg,
El lento quejido chicano de Santana,
El enchufe de la silla eléctrica,
El telescopio de Isaac Newton,
El rimel de tus ojos
y el furioso rouge de tus labios.
lunes, agosto 10, 2009
Una foto de la miseria
Sé que no voy a olvidar esos ojos, esa mirada. No era tristeza, era más. Era algo raro. Era esa forma rara y siempre distinta que la miseria imprime en un ser humano. En unos pocos minutos me habló de su casa, su vida, su fe, sus perros.
Había sol en esa mañana de Buenos Aires. Todo era sol, menos esos ojos.
Las chapas de los techos de las casuchas resplandecían, hasta las más oxidadas. Yo andaba caminando, como en otra cosa, y ni lo vi venir. Sólo escuché su voz que fue una pregunta.
–¿Qué, estás sacando fotos?
Lo miré. Parecía un gnomo, un duende bueno y abaratado, harapiento, con esos ojos calmos y afligidos y una barba rala color ceniza. Llevaba un pulóver verde percudido, pantalones viejos y muy sucios que terminaban metidos en sus medias alguna vez blancas o grises, y las zapatillas de un número mucho más grande no tenían un solo pedazo sano.
–Sí –le contesté, y agregué en broma- ando sacándole fotos a las chicas lindas del barrio, y el grupito de mujeres que pasaba justo por el mismo pasillo advirtieron la broma, y contestaron.
–Ah, bueno, ¿qué esperás entonces para sacarnos a nosotras?
Me reí, armé la pantomima de una pose haciendo que les sacaba una foto, ellas se juntaron, dijeron whisky con los labios mirando a cámara y yo les hice clic clic con un chasquido de labios. Todos volvimos a reírnos, todos menos el duende bueno de barba ceniza. Pareció contrariarse.
–Ah, no estabas sacando fotos. –Sí, le insistí. –¿Me sacás a mí? –Dále- y le tomé una foto.
–¿Y a mi casa? ¿No querés sacarle fotos a mi casa? –Vamos.
Sé que no voy a olvidar esos ojos, esa mirada. No era tristeza, era más. Era algo raro. Era esa forma rara y siempre distinta que la miseria imprime en un ser humano. En unos pocos minutos me habló de su casa, su vida, su fe, sus perros.
Había sol en esa mañana de Buenos Aires. Todo era sol, menos esos ojos.
Las chapas de los techos de las casuchas resplandecían, hasta las más oxidadas. Yo andaba caminando, como en otra cosa, y ni lo vi venir. Sólo escuché su voz que fue una pregunta.
–¿Qué, estás sacando fotos?
Lo miré. Parecía un gnomo, un duende bueno y abaratado, harapiento, con esos ojos calmos y afligidos y una barba rala color ceniza. Llevaba un pulóver verde percudido, pantalones viejos y muy sucios que terminaban metidos en sus medias alguna vez blancas o grises, y las zapatillas de un número mucho más grande no tenían un solo pedazo sano.
–Sí –le contesté, y agregué en broma- ando sacándole fotos a las chicas lindas del barrio, y el grupito de mujeres que pasaba justo por el mismo pasillo advirtieron la broma, y contestaron.
–Ah, bueno, ¿qué esperás entonces para sacarnos a nosotras?
Me reí, armé la pantomima de una pose haciendo que les sacaba una foto, ellas se juntaron, dijeron whisky con los labios mirando a cámara y yo les hice clic clic con un chasquido de labios. Todos volvimos a reírnos, todos menos el duende bueno de barba ceniza. Pareció contrariarse.
–Ah, no estabas sacando fotos. –Sí, le insistí. –¿Me sacás a mí? –Dále- y le tomé una foto.
–¿Y a mi casa? ¿No querés sacarle fotos a mi casa? –Vamos.
Y fuimos. Caminó unos metros y por un hueco carcomido en la pared se metió hacia los subsuelos de un edificio casi abandonado, y con la mitad de su cuerpo desde el agujero me hizo señas para que lo siguiera. La luz del sol pareció quedarse allá lejos en la superficie. Entre las sombras pude ver que el nivel de la basura alcanzaba hasta casi medio metro del piso. Avanzamos entre trapos, botellas, cajas, pedazos de madera, y todo tipo imaginable de cosas sucias, viejas y abandonadas. Ahí vivía. Su “casa” eran unas chapas y maderas desordenadas en medio de ese basural subterráneo.
Un detalle. No sé ni cómo se llama. No le pregunté.
Un detalle. No sé ni cómo se llama. No le pregunté.
En la villa
Acá se aprende a leer la oscuridad.
No hay tempranos ni tardes
y el viento viaja sin caricias
por los pasillos eternos de mala cara.
Acá son pocos los que aun
mal andan erguidos
en algún sueño menor,
los que aun van esperando
que amanezca el largo oscurecer.
Acá hay pájaros plumas de petróleo,
aleteando tras ningún futuro,
y el presente se escurre,
se escurre,
acá.
Acá se aprende a leer la oscuridad.
No hay tempranos ni tardes
y el viento viaja sin caricias
por los pasillos eternos de mala cara.
Acá son pocos los que aun
mal andan erguidos
en algún sueño menor,
los que aun van esperando
que amanezca el largo oscurecer.
Acá hay pájaros plumas de petróleo,
aleteando tras ningún futuro,
y el presente se escurre,
se escurre,
acá.
sábado, agosto 08, 2009
jueves, agosto 06, 2009
Villa 15
Bajo los párpados del crepúsculo
una última hendija de luz.
Aguardado de muerte
el barrio finge silencios.
Del hastío de algún vientre
asomará un niño tibio,
titubeará por senderos
que ya le hemos robado.
una última hendija de luz.
Aguardado de muerte
el barrio finge silencios.
Del hastío de algún vientre
asomará un niño tibio,
titubeará por senderos
que ya le hemos robado.
viernes, julio 31, 2009
Poema 5
Lluvia / lagrimal fecundo.
Es ligero el tañido
de tu voz entrañable,
y las líneas
fronterizas de tu cuerpo,
centelleando tibias
en la casi nuestra oscuridad.
Esto es Sueñitos
Esto es Sueñitos, esta ternura, esta fascinante apuesta de todos los días, este lugar de juegos, de abrazos y mimos, esta utopía. Hay quienes erróneamente suponen que utopía es lo irrealizable. No, eutopia es lo que aun no hemos realizado. Es decir, lo que podemos realizar. Eso es Sueñitos, una utopía soñada, realizada y sostenida por muchos. Treinta son los chiquitos y chiquitas de Sueñitos. Tienen entre dos meses y tres años. Yo trabajo ahí. Soy absolutamente consciente de semejante privilegio. Lo disfruto plenamente.
miércoles, julio 29, 2009
Buenas Noches, don Firpo (cuento)
–Vayasé pibe, hágame caso, ¿me escucha?, vayasé. A ver, digamé ¿qué tiene que hacer usted acá, eh? ¿qué tiene que ver usted con ellos? Vayasé.
–No, Firpo, no importa eso. Yo vengo acá porque acá, no sé, es una forma de búsqueda, y a mí me parece que no importa tanto lo que uno encuentra, importa lo que uno busca.
Ahh, las pausas de Firpo. El hombre se había metido en una. Claro, enseguida vinieron los gestos apagados, la ceremonia del coñac, agarrar el vaso con esa severa lentitud, con esos dedos que de tan bastos daban miedo.
–No diga estupideces, pibe ¿quiere? No diga estupideces. Má qué búsqueda ni búsqueda, déjese de joder, usted es bastante inteligente, dése vuelta, déle, dése vuelta, mírelos a la cara. Se va a dar cuenta lo que le digo.
Ellos. Cascajos revueltos, raras hechuras burlescas errantes en el redunde heraclitiano del tiempo. Ellos, iguales, todos, todos iguales, circunscriptos a un rectángulo invariable. Ellos, sin más, ceñidos a un cúbico paralelogramo de diez metros de largo, seis de ancho, cuatro de alto: un bar, o lo que era lo mismo, el bufete de un club de barrio. Cuchitril opaco donde se repetían el mostrador heladera, las mesas marrones con sus sillas, un vetusto billar, el artefacto para los tacos, una pizarra, la inútil talquera de aluminio, y en la descascarada pared del fondo una vitrina en la que tres o cuatro tan roídos como espantosos trofeos, se aletargaban ya exentos de toda gloria. Ellos, cascajos jugando a las barajas, gritaban, sonreían y hasta reían, mientras le daban al fernét Branca, la caña Legui, la mariposa Cusenier.
Algunos dientes menos tenía y algo así como sesenta años. Decían que había sido boxeador, de ahí lo de Firpo. Ahora, era una vidriosa existencia curvada, un bulto de gestos imperceptibles hincado en la exacta esquina del mostrador y la pared, codo al estaño, morocho –subidamente morocho-, vaso de coñac, el poco pelo una mota renegra, camisa celeste arremangada, excesivo y fibroso, agobiado, y siempre munido de un cortejo de silencio atemporal que a todos –a ellos- los inquietaba. Era la constancia de ese equilibrio inestable, ese deseo de subsistir en ambos mundos y en ninguno lo que a ellos los ponía intranquilos. Firpo, inerme testigo acusador de la peor de las miserias: la intrascendencia. Y no hablaba con nadie, salvo con él mismo, o con el pibe. Así le decía, pibe, diecisiete años tenía. Diecisiete años y ahí, entre el ruido de los cubiletes contra el paño, despreocupado del humito azulino de los habanos baratos, curioso del roce invariable y recíproco de los naipes. Los naipes, esa tradición de enemistad, esa eterna porfía de cartulina, hostil esgrima trazadora de destinos menores que se desentiende de ellos quienes al borde de las mesas persisten en el ensayo de los rancios ritos de la suerte.
Firpo había sido boxeador, el pibe escribía poesías. Firpo era gomero, el pibe siempre un presunto enamorado de alguna. Firpo parecía volver, el pibe amagaba con ir. De pronto y de la nada, Firpo se transponía de un mundo a otro y renegando de letargos e inexistencias, arrancaba con sus gestos apagados: alzaba bien alto las cejas cerrando gruesamente los ojos y terminaba tajante la conversa consigo mismo –o vaya uno a saber con quién- arañando el estaño y desenganchando de los dientes una puteada inaudible. Su cuerpo entero se hacía queja, fastidio, y encumbraba esos brazos de oso que en un mismo movimiento desistían de todo cayendo pesados contra el mostrador. Ellos, habituados, igual se sobresaltaban y fisgoneaban de costado, molestos, pero no decían nada. Nada. Después Firpo era silencio, era dolor.
Todo tan claro, al principio, digamos, la vida, todo tan claro. Las lunas eran grandotas, estrellas había de sobra, los soles todos límpidos y amarillos, y el viento entonces y por allá era una caricia que ardía en la cara. En el barrio si no la ibas de irónico te rajaban de todas las menudas cofradías, y si no sabías colgarla de chanfle en el ángulo, no te daban el carné. Crecer nunca se supo bien qué carajo era, y un día, todo, que era tan claro, quedó tan lejos, y tan absurdo, y tan ajeno. Pero mientras tanto era preciso saber reírse de los infortunios, y los aprendizajes se hacían barriendo tornerías o acomodando bolsas en los galpones de los depósitos a un peso la hora. Quiero que trabaje, que sepa qué es eso de trabajar, que estudie, pero que también trabaje. Y uno iba siendo. Qué carajo iba siendo uno, no sé, pero iba siendo, y el bar llegaba a horario, ni antes ni después, justo cuando ya ser chico empezaba a parecerse a una molestia. Café, cigarrillos, billar, y el candor insostenible de las primeras invenciones. Las minas: mentiras, fabulitas, no alcanzaban ni para una infamia. De un dedal te hacían un fuentón. Fabulitas, y el que no contaba nada –paradojas viles de barrio- era inscripto entre los giles. Estaba el picado del sábado a la tarde, el río entero y marrón en el verano, y la desazón aburrida y absoluta a la hora de pensar en futuros de auto y casa propia con tejas a dos aguas y manguerear el auto los fines de semana. Las mujeres casi en serio, llegaron después, no hubo que buscarlas ni mentirlas, llegaron y fueron ilusiones, sufrimiento, pesadumbre, jeroglíficos, mascarones de proa de una de las formas de la identidad. Y se tejían dramitas y se armaban novelones que había que creer, porque la vida era eso, creer eso y no mucho más que eso. Después, uno se enamora, y pasa lo que pasa.
En un rato llegamos a la luna y entonces nos avisaron del estallido generacional. Éramos nosotros, habíamos estallado, y hubo que estallar. La marihuana fue un caramelo, quiero decir, fue algo más, por un tiempo fue algo más y de tanto estar todos juntos en la misma esquina se vino el invento del rocanrol hispano parlante. Y a algunos se les ocurrió la pueril fantasía de hacer de cuenta que llegaba la revolución socialista, y los milicos se lo creyeron. ¿Vos podés creer? Se lo creyeron. Se creyeron todo. Que había hippies, que había socialistas, qué sé yo, todo. Empezaron primero a hacerse los peluqueros, y después, qué locura, se asustaron tanto de no entender nada –nunca entendieron de ironías, pobres, seriotes, tan aburridos estaban- se asustaron tanto que al que agarraban ya no le cortaban el pelo, al que agarraban lo mataban, así como te digo, lo mataban. Y se terminaron todos los juegos, los hippismos, las pueriles fantasías y todos los porvenires.
–¿Sabés una cosa? –dijo el Pato- esto fue terrible, loco, terrible, pero algo bueno tuvo.
Lo dijo al final de todo y al principio de la nada, en una estirada noche de acero y abismo, el Pato, –ojo, lo dijo con un dolor tan grande como su nobleza. –Y entendeme bien lo que te voy a decir –dijo-, esto fue terrible, terrible, pero algo bueno tuvo: más allá del asco de la muerte, del charco de sangre, del ramalazo de horror, nos sacaron de encima el karma del futuro, loco, claro, el karma del futuro. Ahora podemos estar escondidos en un fracaso que no sé si es nuestro, puramente nuestro, pero la cosa es que éstos tipos nos echaron en el fondo de los bares, nos condenaron a releer a Borges y a los filósofos. ¿Qué querés que te diga?, nunca la filosofía fue algo más abstracto, barato y distraído de la realidad, y ese también es un invento nuestro, así es la historia, la mía, la nuestra, digo –dijo el pato.
Ahora lo sabemos, Pato -vos que vivís en las afueras de París haciendo esas artesanías que le vendés a los turistas, y que quisiera saber si seguís leyendo a los viejos locos-, ahora sabemos, Pato, que andá a saber si tuvo algo bueno, pero eso sí, se nos quedaron en el dorso furias sin vuelo, nos sobraron días remotos mojados de ausencias, horas asesinadas a mansalva, ya no nacen libres ni los gorriones, y las hienas fantasmales se bebieron con fruición hasta el último resto del espanto.
A veces, el pibe, meta poesía, le decía a Firpo que ya encontraría una palabra, una, y sin deshechos ni lágrimas, esa noche dejaría que el tiempo sea sólo gotas de viejos murmullos y quizás en algún otro entonces, saldría valiente a decir verdades y ya no la extrañaría tanto o acaso ya no podría vivir sin ella. Vivir sin ella. ¿Qué es vivir sin ella? Vivir así, a la orilla de las palabras en esta torre de devenires quebradizos, intrusado de esencias, llorando la luminosa belleza de los verbos.
Firpo lo miraba y lo oía y asentía en silencio y al instante siguiente disentía también en silencio y se daba a la ceremonia del coñac. Un trago, otro, y volvía al mundo para clavarle al pibe esos ojos negros recónditos y severos.
–¿Sabe, Firpo? Insistía temerario el pibe: las tardes de mis esperas son ya el horizonte que enhebran mis ojos exiguos, iré a ofrendarme en sombras perpetuas en el lejano ruido de sus pasos, y el vino en la bóveda de mis labios, sabrá ser el sabor inconfesable de su silueta de ahora.
Firpo revoleaba los ojos con fastidio, acaso perplejo, sin dudas azorado, y disentía. El pibe, después, mucho después supo que Firpo tenía razón, supo que de ese costado de la vida había que librarse: ese nocivo deseo de ser entre otros que ya no son, que acaso nunca fueron.
–Vayasé, pibe, ¿me escucha? Vayasé. ¿Qué tiene que hacer usted acá? ¿Qué mierda tiene que ver usted con ellos?
Librarse. Saber las mentiras. Todo es una obrita de teatro. Una plaza, un bar, un living, botellas vacías, no importa qué piensen, no importa que nada importe, cuánto mucho queda en la gorra una conversa que en la resaca del mediodía hay que tirarla por el balcón. Caminar, libros, mujeres, rocanrol, Buenos Aires, el espanto de estar vivo, la bronca, drogas, desdén, traiciones, tangos, madrugadas, fracaso, gato pendenciero todo roto de vida. Necesitar, después de todo, la vida no es más que seguir necesitando.
–¿Qué hace todo el día con esos cuadernitos, pibe, eh? No me diga que sigue escribiendo.
–Sí, Firpo, poesía.
El vaso le desapareció entre los dedos, mandó dos tragos de coñac y sin miramientos afirmó en tono de pregunta, de asombro, casi de desprecio.
–¿Poesía? ¿Y así lo dice? ¿Usted sabe en lo que está metido, no?
En el brutal tumulto de su levedad, de nuevo Firpo se revolvía contra el estaño a punto de detonar, enfadado, todo molesto en su cuerpo gigantón. Es necesario contar lo siguiente. Una vez se sintió ofendido, alguno que lo saludó mal o no lo saludó, o sencillamente lo saludó, nunca se supo, detalles, insignificancias, pero el hombre se sintió ofendido y como toda respuesta lo miró al tipo unos cuantos segundos sin decirle nada, después caminó lento por la sordina del salón hasta el billar, se agachó contra uno de sus bordes y agarró el armatoste bien de abajo, lo alzó unos treinta centímetros y desde ahí, lo soltó. La seca explosión de la caída fue seguida de un silencio pegajoso. Sin decir, retornó lentamente a su rincón del mostrador, tragó coñac, hasta que poco a poco el clima volvió a recomponerse.
–Buenas noches, don Firpo, fue de allí en más el saludo que recibía. Nada de ‘hola Firpo’ ni cosa parecida. Buenas Noches, don Firpo, era el saludo de ellos, y él respondía callado agachando levemente la cabeza mientras soltaba una mirada esquiva que desalentaba cualquier otro comentario. Y ahora otra vez se revolvía contra el mostrador, incómodo, como si quisiera cualquier otra cosa que no fuese escuchar al pibe que le venía con sus tardes de esperas y horizontes enhebrados a sus ojos exiguos, con ofrendarse sombras perpetuas en los ruidos lejanos de los pasos de alguna mina, y el vino y la bóveda y eso de los labios y lo del sabor inconfesable. Por un momento, Firpo pareció soltar el centelleo de una sonrisa, pero no, acaso no haya sido más que un resplandor, un saberse atrapado, algo así, y atrás de otro trago de coñac habló en voz baja, bien baja.
–Vayasé, pibe, hágame caso, vayasé y no venga más por acá. Y aguanteseló.
–¿Aguanteseló? ¿Qué cosa, Firpo, me tengo que aguantar?
–El sufrimiento, aguanteseló carajo, no lo escriba, que la vida no es sin sufrimiento, que si no, no valdría la pena. Mire, a mí los que andan escribiendo no me engañan. Escriben para escupir el sufrimiento, escupirlo en el papel, y eso no es de hombre.
Y sin dar respiro ni lugar a una respuesta, hundió severo sus ojos en los del pibe, y de memoria, recitó:
Y cuando llegues en postrera hora
a la última morada
sentirás una angustia matadora
de no haber hecho nada.
El pibe edificó la mudez de una delgada sonrisa y en su mirada asomó el más vasto y dilatado de los asombros.
–Asunción Silva. ¿Lo conoce? José Asunción Silva.
–No.
–Poeta era.
–No, Firpo, no lo conozco.
–¿Sabe lo que le pasó? ¿Sabe cómo murió?
–No, ni idea. No sé ni quién es.
–¿Sabe lo que le hicieron a ese poeta cuando murió?
–…
–No, tampoco sabe. Y, usted es muy joven, tiene tiempo, ya se va enterar, ya se va a enterar. Asunción Silva, no se olvide. Una sola cosa, venga, arrimesé: no se puede querer ser escritor sin haberlo leído. Y no lo digo yo. Lo dijo un tal García Márquez ¿a ése sí lo conoce, no?
Jamás ese pibe habría de olvidarse ese momento de su vida, jamás. En silencio, más que en silencio, callado, lo miró. Miró a Firpo que ya sus ojos habían puesto proa hacia el fondo de la nada y mandaba otro trago de coñac. No habló. No quiso deshacer ese instante, no se atrevió, ni habló ni preguntó, no quiso, no dijo, no pudo, pero supo que muchas veces se recordaría a sí mismo en esa escena y en ese instante. Verse en ese asombro. Y fue no la única vez pero sí la primera que se sintió uno en el montón, y aprendió, tocó el quebranto del aprendizaje, supo del maldito punto de partida, advirtió con horror algo así como que empezaba a ser uno de ellos, y no, no. Aprendió. Conoció que más que a menudo el costo del aprendizaje es la vergüenza.
Librarse. Saberse en un final, en una ruptura, en una muerte, y te odio muerte, te odio, quiero que lo sepas, digo lo que no se debe decir, quiero lo que no se debe querer, una eternidad no de laúdes y nubes apacibles, eternidad de ella en el instante en que los dos fuimos nosotros, eternidad de bares, vinos y amigos, Buenos Aires ardiendo de óleos, cuentos, madrugadas, memorias, amores y lágrimas. Estar vivo es oír el golpe inefable y perfecto de la botella apoyándose contra el mantel. Lo de siempre, Dios, lo de siempre, que se detengan los otros tiempos, esos números aciagos, el hermoso, el puto tiempo.
Librarse. Desdichas, muchas muertes, sueños agriados y la historia desflecada como un barrilete enganchado en los cables de la luz, que se pudre y se descolorea, y uno al pasar nota impotente la vida deshacerse, la corrupción de la muerte, el tiempo que va y va. ¿Darse cuenta? ¿De qué? Si hay barrio y pelotas de fútbol cigarrillos besos de labios y musiquitas. Si el mundo es tuyo y el embrión de la muerte que ni sabés cómo va a crecer, y crece, no sabés cómo crece. Crece hasta matarte. Ginebra Vino Maconia Mandrax Anfetas Calabozos Mierda Soledad Perón Vuelve Secundario Rocanrol Superman Pink Panther Merca no Merca sí no sí no sí no sí y loco esto no tiene mambo dale dale dale frula blanca talco mandanga milonga mercurio palo pala, no, no alcanza, nada alcanza, sigue el dolor, el dolor sigue, sigue Dios Dios Dios ¿adónde habías ido? que no quiero tus demandas, no me pidas nada que yo ya di todo, y guarda que yo no tuve nada que ver con el quilombo del jardín, en serio, en esa del Edén no tuve nada que ver, sí ya sé, ya sé, pero esa vez y en ese quilombo del paraíso yo no tuve nada que ver ¿Qué? no, no, de mis jardines no hablemos, yo de mis jardines no hablo, basta, Dios, vos no te contradigas, vos, por favor, no te contradigas ¿Un jardín es todos los jardines? Entonces una redención es todas las redenciones ¿no? Mirá miráme fijáte escuchá sufrimiento drogones pobres putas marginados yuta miseria en serio funcionarios parias nenes solos nenes dejados comisiones barriales chapas que queman de sol cartones que cortan de frío reuniones llantos zanjas tiros muertes muertes muerte padrenuestros. En ese teatrito me olvidé el libreto. Improviso morcilleo no entiendo nada pongo cara sonrío digo cositas no sé nada no entiendo nada después doblo la esquina el perro truco del olvido y que la vida siga te amo vida te amo te amo y armo el mismo juego que todos, el del silencio. Un jardín, una redención. ¿Qué hace acá, pibe, en el mundo, a esta hora, solo? ¿Qué hace pibe usted, acá, en Argentina, solo, a esta hora? Vayasé, pibe, vayasé, yo sé lo que le digo, vayasé. Usted puede salvarse de toda esta mierda, vayasé, abra esa puerta y agarre esa vereda y déle déle déle, no mire para atrás, no vuelva, no venga más, sálvese, usted todavía puede, esto es mentira, nada más que mentira. Mírelos, mire los ojos, los ojos secos tienen, parecen de vidrio esos ojos. Y mire los míos. No sea otario, ¿quiere? Vayasé.
Una noche, crispado, rígido, apoyado contra el mostrador, Firpo agarraba el vaso de coñac entre los dedos y las venas le nacían en las sienes como serpientes rabiosas. Se dilató en un trago. Había sobre el mostrador una caja que parecía de zapatos, estaba envuelta con papel de diario y atada fuertemente con hilo de fiambrería.
–Mire –le dijo Firpo, sin más ceremonia- esto es suyo, lo traje para usted, pero me tiene que dar su palabra.
–¿Para mí? ¿Qué es? ¿Es un regalo para mí?
–Sí, algo así. Pero déme su palabra que no va a abrir este paquete hasta dentro de unos cuantos años. ¿Estamos? Usted se lo lleva y no lo abre hasta dentro de un tiempo ¿me entiende?
Miró para los costados, y cerciorado de que nadie escuchaba, le repitió en voz baja y ronca.
–Ábrala mucho después de la última noche en que usted pise esta inmundicia.
Dijo inmundicia desde el más oculto sumidero de sus broncas, estrujando con los dientes cada sílaba, paladeando el asco, mordiendo las letras, soltando en el aire y como una última ofrenda, ese hondo aliento a tabaco y coñac.
–Hágame caso, deje pasar un tiempo, déme su palabra.
Siempre para todo en la vida hay una última noche, para todo, siempre. Hace ya tantos años que abrí la caja. Esa caja envuelta en diarios ya amarillentos que me acompañó en tantas mudanzas y que invariablemente, una y otra vez, reposaba en el techito del ropero azul. Cumplí mi palabra. La abrí años después de la última noche en aquél bufete. Una tarde de sábado salí a caminar con la caja debajo del brazo, caminé y caminé hasta que me senté en un bar. Claro, pedí un coñac. Un coñac barato. –En vaso, por favor. Tomé un trago, corté los piolines, quité los diarios con la delicadeza y la añoranza de quien descorre las mustias cortinas de su propia y remota adolescencia. Ciertamente, debajo de los diarios apareció una caja de zapatos. Era celeste con la tapa blanca. Antes de destapar la caja, mandé por las dudas otro trago de coñac. Más que temblar, las manos me parpadeaban. Finalmente corrí la tapa.
Un libro. En la caja había un libro.
Lo contemplé un rato interminable, como desde lejos, muy lejos, acaso tan lejos como aquél estaño donde Firpo se apoyaba. Un libro. Lo saqué con la ternura y el cuidado digno de un incunable: José Asunción Silva, ‘Poesía Completa’. Leí.
Soy un viejo rosal hecho ruinas,
cuyos gajos sedientos, ya sin rosas,
de las grandes macetas olorosas,
padece las nostalgias asesinas.
Y recorrí unos párrafos del prólogo, escrito por un tal García Márquez:
‘José Asunción Silva murió en la madrugada del domingo 24 de mayo de 1896, tenía 31 años de edad, no había publicado un solo libro y sus versos –que leía en tertulias y publicaba en periódicos- eran motivo de crítica y hasta de mofa en su ciudad, la muy pacata y aldeana Bogotá. Después de una cena íntima en su casa de Santa Fe, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón. Su muerte constituyó una vergüenza para sus íntimos y un escándalo para la sociedad. Fue enterrado en tierra no sagrada, en el siniestro lugar destinado a los sacrílegos que se atrevían a atentar contra su propia vida. Como última despedida no recibió flores, sino un puñado de cal que, antes de cerrar el ataúd, le lanzó a la cara el enterrador. Sin embargo, este desdichado, escribió la obra poética más importante de Colombia hasta hoy’.
La mano del mozo sobre mi hombro me estremeció.
–¿Lo puedo ayudar en algo, señor?
Ahí me di cuenta, estaba llorando casi a los gritos.
–No, no, perdón, perdón.
–No, está bien, señor, está bien –dijo el mozo-, pero ¿le pasa algo?
–No, nada, nada, gracias, mozo, pasa que, pasa que los poetas, ¿vio? los poetas también se mueren. Tanto sufrir, tanto amar, tanto vivir, vivir, ¿entiende? Igual se mueren.
–Sí, claro, seguro, -dijo el mozo- ¿cómo no voy a entender? Por favor.
El living de mi casa está vacío. Todos duermen. Son las dos y media de la mañana. Chacarita es un barrio en el que te dejan vivir. Hay pizzerías, un Laverap, kioscos, no sé, venden camperas. Hay lo que tiene que haber. Miro los libros de mi biblioteca. Los amo, los releo, los pienso, los recuerdo. Advierto con un insospechado espanto, una rara dulzura, que son como un vislumbre de mi camino, un espejo. Que he andado junto a esos libros, con esos libros, en esos libros, tantas y tantas horas de mi vida. Firpo algo de razón tenía, como siempre, como cualquier otro, y sí, es así, todos siempre tenemos algo de razón. Pienso pero no me acuerdo de cuál de ellas estaba por entonces terminalmente enamorado. La piel de ayer, mi piel, aquella de pibe, sigue en mí y ya no es y sí todavía. Me he desperezado de tantas mieles, he atrapado en el aire otros ensueños, vencí mil miedos, padezco otros, y sigo así, mordiendo agridulces, tristemente feliz. Ellos. El mundo está más lleno de ellos que nunca. En el hollín de Buenos Aires todavía ando buscando los sones de la vida, ya sabiendo con desgano ciertas voces, despavorido de ruidos, indagando silencios, sí, silencios, porque lo que busco son palabras, es decir, una palabra, una.
Sigo escribiendo, todavía sigo escribiendo, ¿y me permite decirle algo?
–Buenas noches, buenas noches, don Firpo.
–No, Firpo, no importa eso. Yo vengo acá porque acá, no sé, es una forma de búsqueda, y a mí me parece que no importa tanto lo que uno encuentra, importa lo que uno busca.
Ahh, las pausas de Firpo. El hombre se había metido en una. Claro, enseguida vinieron los gestos apagados, la ceremonia del coñac, agarrar el vaso con esa severa lentitud, con esos dedos que de tan bastos daban miedo.
–No diga estupideces, pibe ¿quiere? No diga estupideces. Má qué búsqueda ni búsqueda, déjese de joder, usted es bastante inteligente, dése vuelta, déle, dése vuelta, mírelos a la cara. Se va a dar cuenta lo que le digo.
Ellos. Cascajos revueltos, raras hechuras burlescas errantes en el redunde heraclitiano del tiempo. Ellos, iguales, todos, todos iguales, circunscriptos a un rectángulo invariable. Ellos, sin más, ceñidos a un cúbico paralelogramo de diez metros de largo, seis de ancho, cuatro de alto: un bar, o lo que era lo mismo, el bufete de un club de barrio. Cuchitril opaco donde se repetían el mostrador heladera, las mesas marrones con sus sillas, un vetusto billar, el artefacto para los tacos, una pizarra, la inútil talquera de aluminio, y en la descascarada pared del fondo una vitrina en la que tres o cuatro tan roídos como espantosos trofeos, se aletargaban ya exentos de toda gloria. Ellos, cascajos jugando a las barajas, gritaban, sonreían y hasta reían, mientras le daban al fernét Branca, la caña Legui, la mariposa Cusenier.
Algunos dientes menos tenía y algo así como sesenta años. Decían que había sido boxeador, de ahí lo de Firpo. Ahora, era una vidriosa existencia curvada, un bulto de gestos imperceptibles hincado en la exacta esquina del mostrador y la pared, codo al estaño, morocho –subidamente morocho-, vaso de coñac, el poco pelo una mota renegra, camisa celeste arremangada, excesivo y fibroso, agobiado, y siempre munido de un cortejo de silencio atemporal que a todos –a ellos- los inquietaba. Era la constancia de ese equilibrio inestable, ese deseo de subsistir en ambos mundos y en ninguno lo que a ellos los ponía intranquilos. Firpo, inerme testigo acusador de la peor de las miserias: la intrascendencia. Y no hablaba con nadie, salvo con él mismo, o con el pibe. Así le decía, pibe, diecisiete años tenía. Diecisiete años y ahí, entre el ruido de los cubiletes contra el paño, despreocupado del humito azulino de los habanos baratos, curioso del roce invariable y recíproco de los naipes. Los naipes, esa tradición de enemistad, esa eterna porfía de cartulina, hostil esgrima trazadora de destinos menores que se desentiende de ellos quienes al borde de las mesas persisten en el ensayo de los rancios ritos de la suerte.
Firpo había sido boxeador, el pibe escribía poesías. Firpo era gomero, el pibe siempre un presunto enamorado de alguna. Firpo parecía volver, el pibe amagaba con ir. De pronto y de la nada, Firpo se transponía de un mundo a otro y renegando de letargos e inexistencias, arrancaba con sus gestos apagados: alzaba bien alto las cejas cerrando gruesamente los ojos y terminaba tajante la conversa consigo mismo –o vaya uno a saber con quién- arañando el estaño y desenganchando de los dientes una puteada inaudible. Su cuerpo entero se hacía queja, fastidio, y encumbraba esos brazos de oso que en un mismo movimiento desistían de todo cayendo pesados contra el mostrador. Ellos, habituados, igual se sobresaltaban y fisgoneaban de costado, molestos, pero no decían nada. Nada. Después Firpo era silencio, era dolor.
Todo tan claro, al principio, digamos, la vida, todo tan claro. Las lunas eran grandotas, estrellas había de sobra, los soles todos límpidos y amarillos, y el viento entonces y por allá era una caricia que ardía en la cara. En el barrio si no la ibas de irónico te rajaban de todas las menudas cofradías, y si no sabías colgarla de chanfle en el ángulo, no te daban el carné. Crecer nunca se supo bien qué carajo era, y un día, todo, que era tan claro, quedó tan lejos, y tan absurdo, y tan ajeno. Pero mientras tanto era preciso saber reírse de los infortunios, y los aprendizajes se hacían barriendo tornerías o acomodando bolsas en los galpones de los depósitos a un peso la hora. Quiero que trabaje, que sepa qué es eso de trabajar, que estudie, pero que también trabaje. Y uno iba siendo. Qué carajo iba siendo uno, no sé, pero iba siendo, y el bar llegaba a horario, ni antes ni después, justo cuando ya ser chico empezaba a parecerse a una molestia. Café, cigarrillos, billar, y el candor insostenible de las primeras invenciones. Las minas: mentiras, fabulitas, no alcanzaban ni para una infamia. De un dedal te hacían un fuentón. Fabulitas, y el que no contaba nada –paradojas viles de barrio- era inscripto entre los giles. Estaba el picado del sábado a la tarde, el río entero y marrón en el verano, y la desazón aburrida y absoluta a la hora de pensar en futuros de auto y casa propia con tejas a dos aguas y manguerear el auto los fines de semana. Las mujeres casi en serio, llegaron después, no hubo que buscarlas ni mentirlas, llegaron y fueron ilusiones, sufrimiento, pesadumbre, jeroglíficos, mascarones de proa de una de las formas de la identidad. Y se tejían dramitas y se armaban novelones que había que creer, porque la vida era eso, creer eso y no mucho más que eso. Después, uno se enamora, y pasa lo que pasa.
En un rato llegamos a la luna y entonces nos avisaron del estallido generacional. Éramos nosotros, habíamos estallado, y hubo que estallar. La marihuana fue un caramelo, quiero decir, fue algo más, por un tiempo fue algo más y de tanto estar todos juntos en la misma esquina se vino el invento del rocanrol hispano parlante. Y a algunos se les ocurrió la pueril fantasía de hacer de cuenta que llegaba la revolución socialista, y los milicos se lo creyeron. ¿Vos podés creer? Se lo creyeron. Se creyeron todo. Que había hippies, que había socialistas, qué sé yo, todo. Empezaron primero a hacerse los peluqueros, y después, qué locura, se asustaron tanto de no entender nada –nunca entendieron de ironías, pobres, seriotes, tan aburridos estaban- se asustaron tanto que al que agarraban ya no le cortaban el pelo, al que agarraban lo mataban, así como te digo, lo mataban. Y se terminaron todos los juegos, los hippismos, las pueriles fantasías y todos los porvenires.
–¿Sabés una cosa? –dijo el Pato- esto fue terrible, loco, terrible, pero algo bueno tuvo.
Lo dijo al final de todo y al principio de la nada, en una estirada noche de acero y abismo, el Pato, –ojo, lo dijo con un dolor tan grande como su nobleza. –Y entendeme bien lo que te voy a decir –dijo-, esto fue terrible, terrible, pero algo bueno tuvo: más allá del asco de la muerte, del charco de sangre, del ramalazo de horror, nos sacaron de encima el karma del futuro, loco, claro, el karma del futuro. Ahora podemos estar escondidos en un fracaso que no sé si es nuestro, puramente nuestro, pero la cosa es que éstos tipos nos echaron en el fondo de los bares, nos condenaron a releer a Borges y a los filósofos. ¿Qué querés que te diga?, nunca la filosofía fue algo más abstracto, barato y distraído de la realidad, y ese también es un invento nuestro, así es la historia, la mía, la nuestra, digo –dijo el pato.
Ahora lo sabemos, Pato -vos que vivís en las afueras de París haciendo esas artesanías que le vendés a los turistas, y que quisiera saber si seguís leyendo a los viejos locos-, ahora sabemos, Pato, que andá a saber si tuvo algo bueno, pero eso sí, se nos quedaron en el dorso furias sin vuelo, nos sobraron días remotos mojados de ausencias, horas asesinadas a mansalva, ya no nacen libres ni los gorriones, y las hienas fantasmales se bebieron con fruición hasta el último resto del espanto.
A veces, el pibe, meta poesía, le decía a Firpo que ya encontraría una palabra, una, y sin deshechos ni lágrimas, esa noche dejaría que el tiempo sea sólo gotas de viejos murmullos y quizás en algún otro entonces, saldría valiente a decir verdades y ya no la extrañaría tanto o acaso ya no podría vivir sin ella. Vivir sin ella. ¿Qué es vivir sin ella? Vivir así, a la orilla de las palabras en esta torre de devenires quebradizos, intrusado de esencias, llorando la luminosa belleza de los verbos.
Firpo lo miraba y lo oía y asentía en silencio y al instante siguiente disentía también en silencio y se daba a la ceremonia del coñac. Un trago, otro, y volvía al mundo para clavarle al pibe esos ojos negros recónditos y severos.
–¿Sabe, Firpo? Insistía temerario el pibe: las tardes de mis esperas son ya el horizonte que enhebran mis ojos exiguos, iré a ofrendarme en sombras perpetuas en el lejano ruido de sus pasos, y el vino en la bóveda de mis labios, sabrá ser el sabor inconfesable de su silueta de ahora.
Firpo revoleaba los ojos con fastidio, acaso perplejo, sin dudas azorado, y disentía. El pibe, después, mucho después supo que Firpo tenía razón, supo que de ese costado de la vida había que librarse: ese nocivo deseo de ser entre otros que ya no son, que acaso nunca fueron.
–Vayasé, pibe, ¿me escucha? Vayasé. ¿Qué tiene que hacer usted acá? ¿Qué mierda tiene que ver usted con ellos?
Librarse. Saber las mentiras. Todo es una obrita de teatro. Una plaza, un bar, un living, botellas vacías, no importa qué piensen, no importa que nada importe, cuánto mucho queda en la gorra una conversa que en la resaca del mediodía hay que tirarla por el balcón. Caminar, libros, mujeres, rocanrol, Buenos Aires, el espanto de estar vivo, la bronca, drogas, desdén, traiciones, tangos, madrugadas, fracaso, gato pendenciero todo roto de vida. Necesitar, después de todo, la vida no es más que seguir necesitando.
–¿Qué hace todo el día con esos cuadernitos, pibe, eh? No me diga que sigue escribiendo.
–Sí, Firpo, poesía.
El vaso le desapareció entre los dedos, mandó dos tragos de coñac y sin miramientos afirmó en tono de pregunta, de asombro, casi de desprecio.
–¿Poesía? ¿Y así lo dice? ¿Usted sabe en lo que está metido, no?
En el brutal tumulto de su levedad, de nuevo Firpo se revolvía contra el estaño a punto de detonar, enfadado, todo molesto en su cuerpo gigantón. Es necesario contar lo siguiente. Una vez se sintió ofendido, alguno que lo saludó mal o no lo saludó, o sencillamente lo saludó, nunca se supo, detalles, insignificancias, pero el hombre se sintió ofendido y como toda respuesta lo miró al tipo unos cuantos segundos sin decirle nada, después caminó lento por la sordina del salón hasta el billar, se agachó contra uno de sus bordes y agarró el armatoste bien de abajo, lo alzó unos treinta centímetros y desde ahí, lo soltó. La seca explosión de la caída fue seguida de un silencio pegajoso. Sin decir, retornó lentamente a su rincón del mostrador, tragó coñac, hasta que poco a poco el clima volvió a recomponerse.
–Buenas noches, don Firpo, fue de allí en más el saludo que recibía. Nada de ‘hola Firpo’ ni cosa parecida. Buenas Noches, don Firpo, era el saludo de ellos, y él respondía callado agachando levemente la cabeza mientras soltaba una mirada esquiva que desalentaba cualquier otro comentario. Y ahora otra vez se revolvía contra el mostrador, incómodo, como si quisiera cualquier otra cosa que no fuese escuchar al pibe que le venía con sus tardes de esperas y horizontes enhebrados a sus ojos exiguos, con ofrendarse sombras perpetuas en los ruidos lejanos de los pasos de alguna mina, y el vino y la bóveda y eso de los labios y lo del sabor inconfesable. Por un momento, Firpo pareció soltar el centelleo de una sonrisa, pero no, acaso no haya sido más que un resplandor, un saberse atrapado, algo así, y atrás de otro trago de coñac habló en voz baja, bien baja.
–Vayasé, pibe, hágame caso, vayasé y no venga más por acá. Y aguanteseló.
–¿Aguanteseló? ¿Qué cosa, Firpo, me tengo que aguantar?
–El sufrimiento, aguanteseló carajo, no lo escriba, que la vida no es sin sufrimiento, que si no, no valdría la pena. Mire, a mí los que andan escribiendo no me engañan. Escriben para escupir el sufrimiento, escupirlo en el papel, y eso no es de hombre.
Y sin dar respiro ni lugar a una respuesta, hundió severo sus ojos en los del pibe, y de memoria, recitó:
Y cuando llegues en postrera hora
a la última morada
sentirás una angustia matadora
de no haber hecho nada.
El pibe edificó la mudez de una delgada sonrisa y en su mirada asomó el más vasto y dilatado de los asombros.
–Asunción Silva. ¿Lo conoce? José Asunción Silva.
–No.
–Poeta era.
–No, Firpo, no lo conozco.
–¿Sabe lo que le pasó? ¿Sabe cómo murió?
–No, ni idea. No sé ni quién es.
–¿Sabe lo que le hicieron a ese poeta cuando murió?
–…
–No, tampoco sabe. Y, usted es muy joven, tiene tiempo, ya se va enterar, ya se va a enterar. Asunción Silva, no se olvide. Una sola cosa, venga, arrimesé: no se puede querer ser escritor sin haberlo leído. Y no lo digo yo. Lo dijo un tal García Márquez ¿a ése sí lo conoce, no?
Jamás ese pibe habría de olvidarse ese momento de su vida, jamás. En silencio, más que en silencio, callado, lo miró. Miró a Firpo que ya sus ojos habían puesto proa hacia el fondo de la nada y mandaba otro trago de coñac. No habló. No quiso deshacer ese instante, no se atrevió, ni habló ni preguntó, no quiso, no dijo, no pudo, pero supo que muchas veces se recordaría a sí mismo en esa escena y en ese instante. Verse en ese asombro. Y fue no la única vez pero sí la primera que se sintió uno en el montón, y aprendió, tocó el quebranto del aprendizaje, supo del maldito punto de partida, advirtió con horror algo así como que empezaba a ser uno de ellos, y no, no. Aprendió. Conoció que más que a menudo el costo del aprendizaje es la vergüenza.
Librarse. Saberse en un final, en una ruptura, en una muerte, y te odio muerte, te odio, quiero que lo sepas, digo lo que no se debe decir, quiero lo que no se debe querer, una eternidad no de laúdes y nubes apacibles, eternidad de ella en el instante en que los dos fuimos nosotros, eternidad de bares, vinos y amigos, Buenos Aires ardiendo de óleos, cuentos, madrugadas, memorias, amores y lágrimas. Estar vivo es oír el golpe inefable y perfecto de la botella apoyándose contra el mantel. Lo de siempre, Dios, lo de siempre, que se detengan los otros tiempos, esos números aciagos, el hermoso, el puto tiempo.
Librarse. Desdichas, muchas muertes, sueños agriados y la historia desflecada como un barrilete enganchado en los cables de la luz, que se pudre y se descolorea, y uno al pasar nota impotente la vida deshacerse, la corrupción de la muerte, el tiempo que va y va. ¿Darse cuenta? ¿De qué? Si hay barrio y pelotas de fútbol cigarrillos besos de labios y musiquitas. Si el mundo es tuyo y el embrión de la muerte que ni sabés cómo va a crecer, y crece, no sabés cómo crece. Crece hasta matarte. Ginebra Vino Maconia Mandrax Anfetas Calabozos Mierda Soledad Perón Vuelve Secundario Rocanrol Superman Pink Panther Merca no Merca sí no sí no sí no sí y loco esto no tiene mambo dale dale dale frula blanca talco mandanga milonga mercurio palo pala, no, no alcanza, nada alcanza, sigue el dolor, el dolor sigue, sigue Dios Dios Dios ¿adónde habías ido? que no quiero tus demandas, no me pidas nada que yo ya di todo, y guarda que yo no tuve nada que ver con el quilombo del jardín, en serio, en esa del Edén no tuve nada que ver, sí ya sé, ya sé, pero esa vez y en ese quilombo del paraíso yo no tuve nada que ver ¿Qué? no, no, de mis jardines no hablemos, yo de mis jardines no hablo, basta, Dios, vos no te contradigas, vos, por favor, no te contradigas ¿Un jardín es todos los jardines? Entonces una redención es todas las redenciones ¿no? Mirá miráme fijáte escuchá sufrimiento drogones pobres putas marginados yuta miseria en serio funcionarios parias nenes solos nenes dejados comisiones barriales chapas que queman de sol cartones que cortan de frío reuniones llantos zanjas tiros muertes muertes muerte padrenuestros. En ese teatrito me olvidé el libreto. Improviso morcilleo no entiendo nada pongo cara sonrío digo cositas no sé nada no entiendo nada después doblo la esquina el perro truco del olvido y que la vida siga te amo vida te amo te amo y armo el mismo juego que todos, el del silencio. Un jardín, una redención. ¿Qué hace acá, pibe, en el mundo, a esta hora, solo? ¿Qué hace pibe usted, acá, en Argentina, solo, a esta hora? Vayasé, pibe, vayasé, yo sé lo que le digo, vayasé. Usted puede salvarse de toda esta mierda, vayasé, abra esa puerta y agarre esa vereda y déle déle déle, no mire para atrás, no vuelva, no venga más, sálvese, usted todavía puede, esto es mentira, nada más que mentira. Mírelos, mire los ojos, los ojos secos tienen, parecen de vidrio esos ojos. Y mire los míos. No sea otario, ¿quiere? Vayasé.
Una noche, crispado, rígido, apoyado contra el mostrador, Firpo agarraba el vaso de coñac entre los dedos y las venas le nacían en las sienes como serpientes rabiosas. Se dilató en un trago. Había sobre el mostrador una caja que parecía de zapatos, estaba envuelta con papel de diario y atada fuertemente con hilo de fiambrería.
–Mire –le dijo Firpo, sin más ceremonia- esto es suyo, lo traje para usted, pero me tiene que dar su palabra.
–¿Para mí? ¿Qué es? ¿Es un regalo para mí?
–Sí, algo así. Pero déme su palabra que no va a abrir este paquete hasta dentro de unos cuantos años. ¿Estamos? Usted se lo lleva y no lo abre hasta dentro de un tiempo ¿me entiende?
Miró para los costados, y cerciorado de que nadie escuchaba, le repitió en voz baja y ronca.
–Ábrala mucho después de la última noche en que usted pise esta inmundicia.
Dijo inmundicia desde el más oculto sumidero de sus broncas, estrujando con los dientes cada sílaba, paladeando el asco, mordiendo las letras, soltando en el aire y como una última ofrenda, ese hondo aliento a tabaco y coñac.
–Hágame caso, deje pasar un tiempo, déme su palabra.
Siempre para todo en la vida hay una última noche, para todo, siempre. Hace ya tantos años que abrí la caja. Esa caja envuelta en diarios ya amarillentos que me acompañó en tantas mudanzas y que invariablemente, una y otra vez, reposaba en el techito del ropero azul. Cumplí mi palabra. La abrí años después de la última noche en aquél bufete. Una tarde de sábado salí a caminar con la caja debajo del brazo, caminé y caminé hasta que me senté en un bar. Claro, pedí un coñac. Un coñac barato. –En vaso, por favor. Tomé un trago, corté los piolines, quité los diarios con la delicadeza y la añoranza de quien descorre las mustias cortinas de su propia y remota adolescencia. Ciertamente, debajo de los diarios apareció una caja de zapatos. Era celeste con la tapa blanca. Antes de destapar la caja, mandé por las dudas otro trago de coñac. Más que temblar, las manos me parpadeaban. Finalmente corrí la tapa.
Un libro. En la caja había un libro.
Lo contemplé un rato interminable, como desde lejos, muy lejos, acaso tan lejos como aquél estaño donde Firpo se apoyaba. Un libro. Lo saqué con la ternura y el cuidado digno de un incunable: José Asunción Silva, ‘Poesía Completa’. Leí.
Soy un viejo rosal hecho ruinas,
cuyos gajos sedientos, ya sin rosas,
de las grandes macetas olorosas,
padece las nostalgias asesinas.
Y recorrí unos párrafos del prólogo, escrito por un tal García Márquez:
‘José Asunción Silva murió en la madrugada del domingo 24 de mayo de 1896, tenía 31 años de edad, no había publicado un solo libro y sus versos –que leía en tertulias y publicaba en periódicos- eran motivo de crítica y hasta de mofa en su ciudad, la muy pacata y aldeana Bogotá. Después de una cena íntima en su casa de Santa Fe, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón. Su muerte constituyó una vergüenza para sus íntimos y un escándalo para la sociedad. Fue enterrado en tierra no sagrada, en el siniestro lugar destinado a los sacrílegos que se atrevían a atentar contra su propia vida. Como última despedida no recibió flores, sino un puñado de cal que, antes de cerrar el ataúd, le lanzó a la cara el enterrador. Sin embargo, este desdichado, escribió la obra poética más importante de Colombia hasta hoy’.
La mano del mozo sobre mi hombro me estremeció.
–¿Lo puedo ayudar en algo, señor?
Ahí me di cuenta, estaba llorando casi a los gritos.
–No, no, perdón, perdón.
–No, está bien, señor, está bien –dijo el mozo-, pero ¿le pasa algo?
–No, nada, nada, gracias, mozo, pasa que, pasa que los poetas, ¿vio? los poetas también se mueren. Tanto sufrir, tanto amar, tanto vivir, vivir, ¿entiende? Igual se mueren.
–Sí, claro, seguro, -dijo el mozo- ¿cómo no voy a entender? Por favor.
El living de mi casa está vacío. Todos duermen. Son las dos y media de la mañana. Chacarita es un barrio en el que te dejan vivir. Hay pizzerías, un Laverap, kioscos, no sé, venden camperas. Hay lo que tiene que haber. Miro los libros de mi biblioteca. Los amo, los releo, los pienso, los recuerdo. Advierto con un insospechado espanto, una rara dulzura, que son como un vislumbre de mi camino, un espejo. Que he andado junto a esos libros, con esos libros, en esos libros, tantas y tantas horas de mi vida. Firpo algo de razón tenía, como siempre, como cualquier otro, y sí, es así, todos siempre tenemos algo de razón. Pienso pero no me acuerdo de cuál de ellas estaba por entonces terminalmente enamorado. La piel de ayer, mi piel, aquella de pibe, sigue en mí y ya no es y sí todavía. Me he desperezado de tantas mieles, he atrapado en el aire otros ensueños, vencí mil miedos, padezco otros, y sigo así, mordiendo agridulces, tristemente feliz. Ellos. El mundo está más lleno de ellos que nunca. En el hollín de Buenos Aires todavía ando buscando los sones de la vida, ya sabiendo con desgano ciertas voces, despavorido de ruidos, indagando silencios, sí, silencios, porque lo que busco son palabras, es decir, una palabra, una.
Sigo escribiendo, todavía sigo escribiendo, ¿y me permite decirle algo?
–Buenas noches, buenas noches, don Firpo.
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