lunes, octubre 12, 2009

Vos, Pizarra, no entendés nada (cuento)

por Capote.
al Coloradito, desde la cuna hincha de ‘Nepeniente’



















La vida es tan así, tan rara, tan linda, tan breve, tan angosta. La soledad no es estar solo, es otra cosa, y el dolor, al dolor hay que entenderlo. Y no es cuento que Capote al fútbol jugaba agachadito, como acechando. Era último hombre. Barría el fondo de lado a lado con una seriedad conmovedora. Está bien, es cierto, no sabía mucho—ahora no vengamos a pedirle delicadezas, tampoco—, digamos que era un hombre áspero que después de cortar por el piso al que se atreviera a llegar, se sacudía la tierra mientras gritaba para sus adentros reproches indescifrables, carajeadas de confusos destinatarios. Era así, uno nunca sabía muy bien de qué se quejaba ni por qué rezongaba. Siendo defensor, último hombre, lo más normal es que de tanto en tanto tuviera que salir al encuentro del nueve o de algún wing que anduviera escapado de los mediocampistas y se le viniera con intenciones de tirársela larga o algo parecido. Pero Capote, cada vez que terminaba la breve y escabrosa faena de revolcarse cortando todo lo que con camiseta contraria apareciera cerca suyo, se levantaba del piso con fastidio, como encubando lúgubres rencores contra alguno de sus compañeros. Así tampoco jamás se le oyó un reproche, jamás, pero daba esa sensación, vaya uno a saber. El hombre era eso, era así, jugaba de esa manera. Quizás, lo mejor sea decir que Capote jugaba de cuajo.

Y también decir que era un hombre bueno. Todo lo inmensamente bueno que uno podía ser en el barrio. Ahora, eso sí, cuando perdía Independiente a nadie se le ocurría hacérselo notar. Esos lunes de aguda pesadumbre, cuando los rojos la tarde anterior habían hocicado, Capote arrastraba una mirada torva, y saludaba—si es que saludaba—con un golpecito de la cabeza. Punto. No se le oía palabra, no silbaba ni el más fulero de los tangos, y en el lomo lo mordía el peso de todos los fracasos.

Grandote, desgarbado, flaco y panzón, el poco pelo desprolijo y colorado desde las raíces—hasta el pelo tengo del diablo, decía—, su mundo era de dos mitades. En una estaban el taller, el bar, la esquina, pero, sobre todo, la Haydé, su otra gran pasión, su otro gran amor. Después Independiente y la lontananza de una geografía baldía, hosca y polvorienta, mal rodeada de un alambrado vencido y con un par de palos desparejos hacia el norte y otros de espaldas al sur. Ahí, y más que nada ahí, en la canchita del barrio, Capote era un animal de movimientos cansinos que de golpe se hacía vértigo tras la presa de turno saliéndole al choque sin rezos ni consideraciones. De frente, de alma, de cuajo. Su invariable destino era o pasar de largo como un toro ciego, o dejar abandonada entre los cardos del costado la belleza de lo que venía siendo una gambeta. Verlo en acción era tan cautivador como siniestro, tanto si calculaba mal y quedaba manoteando de cuerpo entero el vacío, o como cuando atado a una mueca desesperada llegaba para astillar la perfecta simetría de un pase centimétrico. Como fuese, siempre terminaba en el piso y después del revuelque, la ceremonia de la adustez y el fastidio tan anónimo como manifiesto.

Ahora, a sus más de sesenta añitos largos, afirmado a la mesa miró el paredón del fondo como por primera vez en su vida. Un frontón de color indescifrable, descascarado, con lamparones de humedad, cráteres por donde asomaban su tosca silueta unos ladrillos del tiempo de Garibaldi. El club—pensó Capote—qué cosa, ¿no? En una mano el cuchillo, en la otra, el tenedor, y le gustaba el lugar que ese mediodía de sábado la vida le prestaba, a él le gustaba. Costillitas, un vacío que parecía manteca, choricitos, el vinito necesario. Estaba todo. Estaban todos. Todos los que venían quedando. La verdad, Capote tenía setenta y alguito más y entre lo mejor que podía pasarle estaba esto, sentarse a comer un asado con ellos. Habían tirado unos tablones de obra sobre unos caballetes en el patio del club. El club de siempre, obvio, con su patio, la canchita de baby con los aros pelados arriba de esos mamotretos, esos tableros de básquet—Como si alguien alguna vez hubiera jugado al básquet acá ¿no? ¿Vos viste alguna vez a alguien jugar al básquet acá?
–Y, si están los aros, alguna vez habrán jugado, digo, qué sé yo.

El patio de los bailes.

–Eh, sí, bailes sí, mirá qué no iba a haber bailes, estaríamos todos vírgenes, si no.
–No seas ordinario, querés.
–Y si es la verdad ¿o vos no la conociste acá a la Graciela?
–¿Qué acá? Yo la tenía vista del barrio.
–Bueno, pero acá te le arrimaste.
–¿Arrimaste? Me llegaba a arrimar y la vieja me cortaba el cogote. Que brava era la tana, mi suegra, que Dios la tenga en la gloria y no se le ocurra ningún milagro.
–¿Y vos, Capote, dónde la conociste a la Haydé?
–En la fábrica, la textil, la Haydé era maquinista ayudanta, ahí nos conocimos.
La voz le salió grave, pesada, como sin ganas.

Y Pizarra, el viejo Pizarra, ahora un gordito y petiso con una cabeza canosa coronada de una pelada color rosa, en sus tiempos supo ser el más furibundo de los marcadores de punta del barrio. No hacía otra cosa que revolcar wines, y a los que no los revolcaba los revoleaba. A diestra y siniestra. Capote siempre le repetía la chanza—Después se quejan que no hay más wines. ¿Qué querés? Los pocos que había los mataste vos, Pizarra.

Pero ahora el petiso lo había primereado. Al escuchar la respuesta gravosa de Capote, se le fue al humo como contra un wing—No pongas esa cara, Colorado, acá no te hagas el hombre serio ni el nostálgico. A mí no me engañás, debe ser fulero andar revoleado por el fondo de la tabla ¿no? Y decí que lo tienen a ese en el arco, que si no, ustedes, los reyes de copas, ya estarían jugando con Deportivo Riestra.
Capote lo miró un instante, enseguida bajó lentamente la cabeza, cerró fugazmente los ojos y dijo en voz baja, como hablándose a sí mismo—Este no entiende nada, no entendía antes menos va a entender ahora de viejo.

–No, no mascullés como cuando jugabas, hablá claro. Porque después, cuando la murguita colorada esa de Avellaneda gana un partido, te agrandás y empezás a filosofar. Hablá ahora, a ver, hablá ahora. La voz de Pizarra era un maldito puñal clavado en los huesos. Independiente, el glorioso diablo rojo de Avellaneda andaba preocupado por los puntos, peleando la promoción, y se defendía revoleándola a cualquier lado y atacaba tirando centros a la olla, un desastre, y para colmo, perdía y perdía y a veces empataba. Capote lo miró de nuevo, vio esos ojitos achinados, la nariz arrugada de la risa, la boca cargada de burlas, y a falta de una galera, abrió el baúl—el de los recuerdos, ¿qué baúl iba a ser?

–Vos no entendés nada, Pizarra, nada entendés. Esto es un momentito en nuestra historia, un garabato del destino.
–No te hagás el filósofo, ¿garabato?, má qué garabato ni garabato. Ustedes son un garabato, unos muertos son, pierden con cualquiera, se comieron cuatro con River, tres con Racing, Boca los bailó en su cancha. Dejáte de joder, asco dan, Capote, asco.



El dolor es una forma más del sueño. Igual que el sueño, el dolor se compone de más de una sustancia, y cuando se sufre, si uno mira con cuidado, en el cuerpo del sufrimiento encontrará el sustrato de muchas otras cosas. El dolor nunca es focal, siempre tiene tiempo, un pasado, y tiene un futuro. De lo contrario, como todo, el dolor no existiría. Y está hecho de tanto, el dolor, pero de tanto. Hay quienes dicen que hay vida más allá de la pasión, que la existencia tiene razones que de todos modos la justifican. A Capote no le habían enseñado eso, o no lo supo aprender, o quizás no, en una de esas no era así, a lo mejor no hay vida más allá de la pasión y la existencia no se justifica de todos modos, o de cualquier modo. Vaya uno a saber. La cosa es que a Capote el barrilete una madrugada de vientos renegridos se le enredó en los cables, y ahí quedó.

–No, asco no, Pizarra, a mí no me da asco, dolor me da, dolor, Pizarra, dolor. Estamos aquietados, acurrucaditos, en silencio, y ahí, fijáte vos cómo es la cosa, ahí mismo aparece el recuerdo. Ahí, quietito y acurrucado, uno puede ir a las raíces y alegrarse en la realidad de que uno es quien es, carajo, que uno tiene una historia. Porque viste cómo soy yo, me pongo a pensar, ¿viste?, y recordando, Pizarra, recordando, me agarra una alegría, una esperanza.
–Pará un poquito con el chamuyo, Capotito, que ni vos te lo creés.
–No te digo, vos no entendés nada. Pero sí, sí, Piza, sí. A ver ¿cómo te explico? Yo soy de Independiente de Avellaneda, Pizarra. Yo lo vi jugar a Erico, a Arsenio Erico ¿entendés? A De La Mata lo vi jugar. A Sastre, al loco Bernao. Y al gran Ricardo Bochini. Yo tengo el alma pincelada de Bochini. Llevo en los ojos lo que el Bocha hizo en una cancha de fútbol. Estoy amasado en otros manjares, me hice otros festines, acostumbrado al caviar estoy yo, Pizarra. ¿Vos sabés el gol que le hizo el Bocha a los tanos en una final del mundo? ¿Vos podés entender eso? Que después de una pared cortita se fue solito y cuando le salió el arquero, escucháme, escucháme bien, le movió la cinturita tic tic tic y se la empaló de cucharita por arriba de la cabeza. ¿Qué más le puedo pedir a la memoria si yo vi jugar a Chaplin con la camiseta de Independiente?, porque ése era Chaplin, ¿entendés? La vida es tan así, tan rara, tan linda, tan breve, tan angosta. La soledad no es estar solo, Pizarra, es otra cosa. Y el dolor, al dolor hay que entenderlo. A veces es injusta la vida. Decíme, ¿por qué tienen que pasar los años? ¿Por qué hoy yo no me puedo sentar en la doble visera y ver jugar al Bocha? ¿Eh?, ¿por qué? Mirá que me voy a amargar porque ahora andemos mal unos partiditos. A mí me duele otra cosa, vos me ves así triste porque lo que a mí me duele es que no juegue más el Bocha ¿Entendés Pizarra? Ese es mi dolor.
–No me chamuyés, Capote.
–Qué te voy a chamuyar, si yo soy de Independiente, y tengo el alma dolida, pero no por lo que vos pensás, cabeza de bagre. No, qué vas a entender, si a vos lo único que te importa es ganar. Mirá, te lo voy a decir de una sola vez, escucháme bien: en la vida hay dos tipos de personas, los que juegan para ganar y los que juegan para jugar. Y yo soy de éstos, ¿entendés?, de los que juegan a jugar. Yo quiero que Independiente juegue a jugar, si gana, mejor, pero que juegue al fulbo, que salga a la cancha y juegue al fulbo. ¿Entendés Pizarra? No, no entendés. Jugar a jugar, lo otro es mentira, en la vida nadie gana de verdad, la cosa está en jugar. ¿O no te diste cuenta todavía?, ¿tenés como cien años y no te diste cuenta todavía?



Como todo lo que en la vida un hombre puede domesticar, lo suyo, ahora era el recuerdo. La memoria como un tejido finito por el que se filtraban los costados dulces de mil barrios contra barrio. Una roída rodillera ya gris de percudida, deshilachada, derrotada de tiempo, y el sol como un héroe vencido y entregado en brillos y tibiezas contra esa frente donde el sudor se le hacía barro. La camiseta descolorida de Independiente que, decía—¿y por qué no creerle?—se la había regalado el petiso Mura.



Después de la más larga de sus noches, en el pasillo del hospital a Capote lo llamaron por el apellido. Eran las seis de la mañana. Una cara de respeto y sin emociones le tradujo en la síntesis de una frase lo que desde entonces sería su vida. Haydé. Después los abrazos querían ser consuelo, las flores una despedida, y las lágrimas el agua donde lavar tanto horror. Haydé. Dio ese paso y dio otro y llevó esa muerte con sus manos hasta un hueco en la tierra. En esos parcos metros de destino se le quebraron los pocos vidrios que frenaban los puñales del frío. ¿Qué es lo que quiso la suerte? ¿Qué dibujo es este del barrio sin esos trazos delicados donde en cada poniente descansaban sin sombras sus manos de guerrero de potrero? ¿Qué es este presente que cuelga de los dientes de una mariposa asustada? ¿Acaso el mundo no sabía que en cada mediodía después del taller, ella le daba el polen y el asombro y esos ojos siempre nuevos? Las músicas son sonidos secos sin esa voz en ahogos centelleándole el pecho. Y quedó en su mesa el hielo de unas letras sin renglones, tres o cuatro pompas de escozor, y un brutal naufragio en su piel. Quedó arrastrase en orillas abundadas de tiempo y en una cama que fue un destierro, fue una quietud, un eje sin giros, una ardida escarcha.

–Pongan huevos, carajo, que con éstos no podemos perder—, gritaba Capote en su reino de potrero—vamos pá delante que ganamos. Meta, Capote, meta, empuje desde el fondo, mierda, que este partido usted no lo pierde. Y si no, mire la camiseta que tiene puesta: sangre, color sangre es esa camiseta.

Era sábado a la tarde, arreciaba el barrio contra barrio. Ya quedaba poco sol y los de Capote perdían cuatro a tres y cascoteaban y cascoteaban, y nada, y en una de esas se le vinieron de contragolpe. La cortaron rapidito para el nueve de ellos que embalado buscó el vacío, se iba solo, pero Capote era último hombre. Salió al cruce, encrespado, y no llegaba, de ninguna manera llegaba, pero llegó. Medio segundo antes, los de afuera que miraban arrugaron la cara sabiendo lo peor. Lo agarró casi a la altura de la cintura con la suela zurda y por las dudas lo tijereó con la otra, justamente, para que no quedaran dudas. Fue un revoltijo de ropa, piernas, piedritas, brazos, tierra y gritos. Yo te voy a dar contragolpe, masculló Capote.
–Ya está el asado che, vamos a comer.

Capote se entusiasmó con el primer chorizo. Pizarra le sirvió un poco más de vino, lo miró y le dijo –Sí, tomá, tomá un poco de vino así me seguís chamuyando, porque vos, vos sos un caradura, Capote, sos un viejo caradura. ¿Qué carajo venís ahora, después de tantos años a hacerte el lírico, el romántico con que Erico y el Bocha, con eso de jugar al fulbo, de jugar para jugar? Si vos eras un animal, en el potrero eras un animal igual que yo, al que te pasaba cerca lo partías.
–¿Qué decís?, pero ¿qué decís? No te digo, vos no entendés nada, Pizarra, no entendés nada.

1 comentario:

  1. Sos un grande. A mi que no me gusta el fútbol (por no haberlo adquirido de pequeño ni practicado o por no tener la pasión por ese deporte) me llegó al alma este cuento. Me recordó a Apo relatando cuentos de Sacheri.
    Seguiré tu blog de cerca.
    Gracias por compartir tus relatos.
    Un abrazo

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