martes, septiembre 08, 2009

Gente que he conocido

El Tata Muñoz








Tenía la mirada ladeada, el cigarro mordido en los labios y la mueca sobradora, esa inocultable impronta de gente del interior aquerenciada en alguno de los barrios de Buenos Aires, y acaso su mayor virtud, era ser un eximio jugador de billar y un gran conversador de truco. Cuando lo conocí, en un mugroso bar de los fondos del Martínez de entonces, el Tata vivía con su madre ya anciana en un conventillo de los de antes, esos de extendida longitud, los de piezas en hilera con puertas al gran patio y baño compartido. Acusaba algo más de sesenta, era pintor de paredes y había sido colectivero, pero el exceso de coñac barato le había jugado en contra. Tuve que largar, se me cruzaban los árboles, nene, la calle se me angostaba, me bajé del bondi antes de hacer un desastre, me dijo una madrugada larga desde sus ojos vidriosos. Alto, morochón, de tez aceitunada, aficionado a silbar tangos, llevaba puesto en lo alto de la cresta un jopo renegrido y entrecano aquietado con Glostora y cuidado con esmero. Siempre vestía camisa celeste y pantalón azul sostenido en un cinturón de cuero ancho, calzaba mocasines o de vez en cuando alpargatas con cordones. Los jueves y algunos sábados, el Tata se empilchaba e iba a picaflorear a Nino, una confitería bien grasa de Libertador, a la altura de Olivos. De ahí, entre cumbias y boleros, sujeto a las fortunas del levante, arrancaba hasta cualquier hotelucho con alguna morocha—pardas, las llamaba él, resignado. Pero lo suyo no era el amor, era el boliche, las barajas, y el billar. Se jugaba al Monte lo que no tenía, la del morfi del otro día y, como el que juega por obligación pierde por necesidad, se quedaba sin un cobre y cruzado de brazos con los ojos fijos en las pilitas de barajas que ya le habían fatalmente determinado su suerte. Eso sí, al billar no perdía. Siempre hacía la misma, cuando enganchaba algún gil que no lo conocía, lo desafiaba por plata y se dejaba ganar ahí, por poquito, el primer partido, doblando o hasta triplicando la apuesta para la revancha. Entonces ganaba apenas por un par de carambolas y otra vez subía la apuesta para la tercera partida haciéndose así de unos buenos mangos. Me acuerdo de una noche que peló al billar a un guitarrista medio conocido, uno que tocaba en un conjunto de ponchos colorados. Le sacó unos cuántos billetes con la misma triquiñuela de siempre. Esa vez, cuando volvió al estaño me guiñó el ojo y afirmó severamente, tengo el garbanzo de toda la semana, nene. Sonriendo, advertí, guardala, Tata, no te la escolasiés. Me relojeó de costado con desprecio y pidió otro coñac. Al rato andaba entreverado en la mesa del Monte, perdió la de él y la que le había ganado al folclorista. Volviendo al mostrador a que le fiaran el último coñac, casi sin mirarme y sin pasión, se justificó: qué querés, la carne es débil, nene.

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