miércoles, septiembre 30, 2009

El aviador (cuento)

Hundía en la harina sus manos o alas, era aviador. Sentía cómo primero sus yemas o plumas y en un lento movimiento luego sus uñas, frotaban con mansa firmeza la tersura veteada de la madera. En la vieja mesa, ahí en la superficie que los años alisaron, ahí es el fondo de todo pensaba el aviador. El fondo de todo, el efímero círculo que los días trazan en las aguas, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El barranco. La caída y la nada. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan, la vida no es más que imaginar una memoria.

Respiraba con hondura, buscando, y por el agujero del tragaluz pizpeaba el cielo, el aire, porque para él el cielo era eso, aire, el aire. Y fumaba—no me jodan con el cigarrillo, demasiado aire puro llevo en los pulmones—decía, bromeaba solo, pues estaba solo y ya nadie lo escuchaba—Y no es cuestión de exagerar con la pureza, y por eso fumo, por no exagerar.

De a ratos, subido a la banqueta de mimbre estiraba el cuello y oblicuo veía allá abajo en la calle los restos de lo que alguna vez había sido un auto. Un montón de chapas oxidadas, quemadas, contraídas. Un cadáver urbano abatido contra el empedrado—pensaba—y está bien, muy bien—rumiaba. El tipo que quemó ese auto adrede o no, es alguien que posee la desdicha de la inteligencia—argumentaba—, es alguien que entendió la vida, que supo de qué carajo se trata esto de vivir—y amasaba pan, solo, y nadie iría a contrariarlo.

–-Porque la vida cuando se entiende, o hay que adormecerla en el fraude del amor, ese hechizo berreta, o hay que quemarla, o las dos cosas. Te explico, los autos no vuelan, los autos se arrastran, a lo sumo se deslizan. Son terrestres, opacos, previsibles, inexorables. Eso, así son, inexorables, tanto como los seres humanos, que tampoco vuelan. La civilización es posible por eso. Advierto que despojo el término civilización de todo contenido—digamos—ético, y digo civilización como para decir todo esto que existe. Debo aclarar que hoy no ando interesado en los resultados de los quehaceres humanos—hoy me concierne tan solo la esencia— y la civilización es posible por eso, por la lentitud, porque el hombre no vuela. De otra forma nada podría haber sido. Bueno, mucho que digamos de todas maneras no hubo, pero, si me apuran y debo echar mano de una prueba de la existencia de Dios, digo eso, la prueba irrefutable de que Dios existe es que el hombre no puede volar. Pienso, se me ocurre, que a Dios debe agradarle la existencia humana, por eso creó la lentitud, el hombre es lento, el hombre camina, navega, es terrestre, no vuela. Y cuando llega, carajo, tarda pero cuando llega todo concluye, todo: el misterio, la dicha, la música, el sabor, la vida, todo. Esa demora del desplazamiento humano hizo elaborable y valiosa la cuestión del tiempo, o sea, unos hombres construyendo murallas mientras otros están por llegar. Cuestión de tiempo.

Hacía pan el aviador, escuchando radio en la mesa de la cocina de su casa del último piso para tener con quien pelear, y a los gritos discutía con los opinadores de profesión, sin antipatías personales, así como en un juego que, como debe ser, jugaba con suma seriedad. Es decir, oía la radio y se enojaba en serio, contradecía, refutaba, argüía, memorizaba textos, argumentaba, traía eventos al altercado imaginario, aconteceres de la historia, epopeyas de entrecasa, documentos irrebatibles y confesiones secretas que aseveraba saber de buena tinta—desconocen la historia, viven de la opinión, carajo, viven de la opinión y desconocen la historia–decía, alterado, meneando la cabeza y amasando pan.

Las citas que refería, algo dudosas en su literalidad pero fieles en su significado—descontando lo subjetivo, claro—, eran mayormente de Scalabrini Ortiz, Jauretche, esa gente, incluso John William Cooke, hasta Palacios. Los citaba a ellos porque era un aviador nacionalista. Nacionalista, sí, ¿qué?—desafiaba. No le importaba en absoluto la cercanía esa de la zeta. Era nacionalista, y la zeta es—decía cuando tenía que decir—, la última letra de una de las tres maravillas que nos quedan, el abecedario. No, las otras dos no las nombro, no hace falta, ya se sabe cuáles son.

Menos volar—creía el aviador—todo es acaso esta inmensa espera. Esta incisiva agonía de la luz y los días yéndose cosidos a la tierra siempre lastimados en las mismas palabras. Menos volar, es este silencio de hacer pan y un agujero por donde mirar el aire. Porque todo es conjeturas, cenizas de recuerdos o esa suma de sabidos sustantivos que tratan de sesgar el dolor del epílogo, inalterable epílogo, impasible. Menos volar, es aguardar que pronto Dios abroche el telón y declare la noche.

Amasaba. Transpiraba. Ya no evocaba aquella voz tan perfecta como el aire, la espalda un óleo áureo poblado de mañanas inocentes, el manso orillo de sábanas revueltas y esa risa casi secreta, sin jaulas, aljibe de otoño, ecos mecidos en los senderos propicios del viento.

Eso sí, aun se preguntaba de qué servía ser un aviador nacionalista o qué era eso, pero no le importaba tanto como para abandonar la causa, moriría nacionalista, que no había nacido para traicionar ni mucho menos traicionarse, qué joder.

Aire, la cercanía de tu hondo misterio dándome los materiales fundantes de lo que soy. Aire, destejido prisma de mi identidad, formato mismo donde supe mi destino, aprendizaje paradojal de ser humano en lo inhumano. Aire, matices grises y azulados, el color de mi último deseo. Yo supe que es azul el mar, es verde intenso, acaso gris o violáceo. El mar, conocí su tregua entre rugido y rugido y vi a sus costados las líneas irregulares de piedras, arenas, tierras, otros verdes, casitas. Desde el aire vi una casa blanca de terrazas rojas del otro lado del trazado terminal, y fue una postrera felicidad conjeturar que quienes vivían en esa casa blanca deshabitada a orillas del mar quizás hayan sido vanamente felices.




La noche dejaba de ser noche en esos racimos en llamas que como nervios de cenizas, iban clareando los techos de los hangares del aeródromo de Don Torcuato. Era todo tan obvio, tanto como que en la más pura pureza del aire se revolvieran lenguas rojizas preanunciando definitivos amarillos. Lo supo, es el sol, pensó el aviador, y mejor así, su majestad, el sol. Rió sin saber de dónde le vino esa frase cursi digna de un animador de televisión, y remató el asunto empeorándola al concebir que como toda majestad, el sol es egocéntrico, un astro empeñado en el ejercicio de la indiferencia. Mejor así. Si algo espero de este día, es eso, indiferencia.



Un racimo tu boca, otro sur.
En la cornisa de tus ojos,
mis letras.
Miniatura el futuro,
una falacia la muerte.



--Hola, amigazo, eeeh, tanto tiempo, ¿qué anda haciendo por acá y tan temprano?
--No, nada, vine a pegarle una enjuagada a Pajarito, ando con ganas de venderlo.

Don Ignacio iba con sus mil llaves abriendo los galpones, despertando avioncitos, como le gustaba decir. --Falta que los tape de noche, nada más, o que les acerque tostadas con miel al amanecer. Uno se encariña, vio. Vaya, allá anda Pajarito, extrañándolo. Limpieló, ahí adentro del galpón tiene las mangueras, todo.


Profusas en el piso las primeras manchas de luz como hojas amarillas, pétalos de sol. El aviador supo entonces recordar una muñeca que reía o lloraba por las calles de la ciudad, supo su voz diciendo volemos, volemos, contradigamos a Dios. No entendió qué ecos venían a menoscabar qué leyendas, y sonrió sabiendo que la memoria es imaginación. Se acercó a su vieja avioneta, a Pajarito, le echó unos pocos litros de nafta, entró a la cabina, destapó el pote que llevaba en el bolso, puso sus manos en la harina, y ya engrudadas, encendió el motor. Salió despacio del hangar, carreteó conocidamente la pista y ante la atónita mirada de don Ignacio, alzó la palanca central y subió, subió, voló.

Desparejos cuadrados, triángulos irregulares, lamparones ocres, pardas acuarelas, desteñidos descampados, intentos de nada, chapas gastadas, árboles raídos, todo vetusto como en una foto del pasado. ¿Qué es buscarte sin siquiera el deseo de encontrarte? Y allá no tan lejos, el río y el enredado laberinto de las islas y más cerca los techos alquitranados de los colectivos. Parpadear en la orla de lo fastuoso, sumirse en la diáfana exquisitez del único sacramento certero, librarse de arteras seguridades, sentir nuevamente el placer de la sospecha, volar. Cucarachas parecían desde el aire, cucarachas multicolores parecían en la Panamericana los autos yendo y viniendo vaya uno a saber por qué. Las personas parecían nada, parecían eso, personas.

Harina, agua entibiada, sal y el aire celeste incorpóreo, inmaculado e informe, y un silencio como deshaciéndose contra la piel y en el tablero la aguja del oil clavada en el infierno del cero, clavada en el barranco veteado de los días, atornillada en la zeta. Hundía en la harina sus manos o alas, miraba la tersura veteada de todo, allá, allá abajo es el fondo de todo, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan. Los dedos llenos de engrudo, la vida en el aire, lo otro es tierra, es suelo.

Un leve toque a la palanca y una elipsis que empieza a trastocar el paralelo en perpendicular. El día se portó bien, con su sol, sus cuatro o cinco nubes, es decir, fue perfecto, perfectamente indiferente. El cielo fue aire, el suelo será siempre suelo, y la vida ya nunca más la imaginación de la memoria.

1 comentario:

  1. Me encantó.... Excelente.
    Bueno como todo lo que escribis...
    Te felicito, amigo.

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